miércoles, 23 de noviembre de 2011

Quédate...



Es tarde y llueve.

Tengo un par de yogures desnatados en la nevera. Si te asomas a la ventana podrás comprobar que la madrugada ha caído sobre los tejados ajados con acumulación de lastre y varias estrellas apagadas, que desafina como un concertista con artrosis y bosteza como un gato perezoso o una sombra sin vocación.

Es tarde y llueve.

Hay un par de cepillos de dientes sin estrenar y algunas palabras que a lo mejor te hacen reír. ¿Sabes? Cuando he dormido fuera he echado de menos eso: un cepillo de dientes al despertar y sonrisas asomadas al espejo del baño. Otras necesidades no tuve. También me he echado de menos a mí mismo, pero eso ocurre con tanta frecuencia que hace tiempo llegué a una conclusión: nada tiene que ver la almohada en la que no duermo.

Es tarde y llueve.

En la cocina debe haber fresas y seguro que podemos tomar una copa. Me apetece beber algo. Hay algunas horas durante el día en las que siempre es así. Las distingo de las otras, de las horas sobrias, en que siempre estoy despierto cuando quiero beber un ron desmotivado o un vino paciente y tranquilo. A veces el amanecer me sorprende así: con un libro cerrado sobre mis piernas y una copa a medias entre olvidos bosquejados y recuerdos disonantes.

Es tarde y llueve.

Podemos mirarnos a los ojos como si estuviéramos en un descampado o jugar una partida con dados que aún no he tenido tiempo de trucar, lanzar al aire frases sin sentido para que caigan leves como hojas de otoño que luego no nos importará pisar o acomodarnos en la concavidad de los silencios que se vayan sumando, los que se acerquen para arañarnos tan suaves como un osezno que quiere jugar, los que nos rodeen sin emergencia, los que acarician con manos inoculadas y nos alientan a besar al azar.

Es tarde y llueve.

Necesito ayuda para romper poemas que fueron escritos después de haberlos guardado en un cajón. Ya no me dicen nada. Bueno, a decir verdad, nunca me dijeron gran cosa. Los versos me salieron con textura de besamel y el ritmo que tienen ni siquiera deja agujetas en mis párpados o huellas de mis pisadas errantes en los caminos que transité. Mejor romperlos si logro encontrarlos y mejor aún si los rompemos juntos como niños en travesura, como amantes desaliñados, como colegas ofendidos o desconocidos sin compasión.

Es tarde y llueve.

Estaré pendiente de tus sueños como ahora lo estoy de tus ojos despiertos y perdidos. Guardaré una distancia de milímetros para que mi sombra no te ahogue y porque me gusta el resultado de tu piel justo en el instante anterior al que recibe la caricia con descaro, el tacto desgajado, el peso entregado del cuerpo al que te entregas, el volumen variable del sexo agazapado y la cadencia de tu alma tras derramarse. En esos milímetros que guardaré durante segundos inacabables debo confesarte que me quedaría a vivir para siempre.

Es tarde y llueve.

Deja el abrigo y ven.

Hay sitio para los dos.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Me la como, me la como, me la comooooooooooooooo!!!!!!!!!


Ayer tarde estaba en el trabajo. De pronto se me iluminó la tarde cuando recibí estas fotografías en el móvil...

Besos.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Hace frío...



Mi nombre es Juan Manuel, pero poco me importa. O poco debe importar cómo me llamo. Si apenas importa tantas veces aquello que elegimos, nada ha de hacerlo lo que es una imposición...aunque haya sido con cariño de padres primerizos y emocionados. Tengo más de cuarenta años y una vista excelente, los bolsillos casi vacíos y la cabeza llena de pájaros. Cada mañana, sin excepción y a primera hora, me siento sólo con la intención de escribir. Hay días en los que sé dónde quiero llegar con las palabras que escribo, pero en otras ocasiones, acaso mayoría, no tengo ni la menor idea.
Me dejo llevar, como es el caso en esta entrada.
Es así que el lenguaje le va dando forma al escrito, lo va modulando como si fuera de barro, juega ajeno a mi conciencia, vuela con libertad y sin tener en cuenta las condiciones climatológicas. Yo soy, entonces, alguien que deja de tener un nombre, quien cierra los ojos y se pone a teclear (escribo sobre un teclado, hace mucho que abandoné el buen hacer y la ayuda del papel), quien piensa en una mujer que lo quiere y en un vino que lo espera, el que me habita sin que yo lo pueda solucionar (imagino que otro verbo sería más apropiado, pero eso sólo es una irrupción de mi yo en este paréntesis. Algo que no tiene mayor relevancia. El lenguaje ha elegido el verbo “solucionar” y mi mano se abre para que no suponga frontera), el que se divierte mientras lo zarandean sus olvidos y sus recuerdos, quien escucha una música que logra emocionarlo y se deja ir donde las palabras habitan, donde los sueños se recrean, donde se diluye el lento devenir de las cosas, allá donde encuentre una botella de ron desnuda e impaciente, un revoloteo enloquecido de mariposas en el estómago y deseos urgentes que merecen ser atendidos ahora y no después.
El lenguaje es un inquilino al que no demando mensualidad, un cuerpo dispuesto a la penetración, entregado, ardiente, madoroso, inquieto, petulante por momentos, tímido cuando lo requiere la ocasión. Yo lo miro cara a cara, nos conocemos más o menos bien, nos guardamos fidelidad de amantes hieráticos o simplemente equivocados, nos esperamos en esquinas acartonadas o en descampados al paso apenas dobla la medianoche...esa hora en la que los besos son inolvidables, las manos nunca quedas y a los ojos les resulta imposible mentir. Y no mienten. Dicen una verdad y son capaces de mantenerla para siempre. Sí, para siempre...qué pasa, dicen los ojos.
Nunca me ha vuelto la espalda, al lenguaje me refiero. Bueno, sí: lo hace para desvestirse mientras yo lo contemplo. Es, entonces, un lenguaje cercano y transparente, embellecido por una luz a medias, estremecedor y altivo, canalla y navegable, envalentonado frente al desconcierto que lo rodea o mi osadía de principiante tan taimado como torpe, tan ido como enredado.
El lenguaje se emborracha a mi lado y me cuenta historias de amores antiguos y nuevos, secretos no admitidos por la confesión, confidencias enredadas entre mis cuerdas vocales, misterios calmados, axiomas pendejos, intrigas descoordinadas o poemas que jamás suponen una amenaza.
Yo me emborracho a su ritmo y procuro distraerlo con risas o curiosidades, pero no me lo pone fácil porque tiende más al trasiego que a la relajación. Es fuerte y no tardo demasiado en pactar una rendición que me permita trasegar con él en cantidades indecentes o indecorosas, seguramente perjudiciales para la salud del cuerpo que nos soporta a ambos. Lo cual, dicho quede, es algo que no pensamos o no nos importa.
Vivo al día y lo hago en una nube. Pero tampoco importa eso. Que cada uno viva donde desee o pueda. Vivo entre adjetivos que conforman un decorado ora amable, ora engreído. Vivo sin saber qué decir, qué hacer dentro de diez minutos...cuando todo sea un futuro en el que no vivo.

A nadie espero nervioso...y a quién le importa todo esto.


martes, 8 de noviembre de 2011

Lola




Repasando mi vida, actividad no sé si recomendable, me encuentro con varias fotografías. Para acertar con precisión la fecha en la que fueron tomadas he tenido que quitarme el anillo que llevo en el dedo anular de mi mano derecha y leer la inscripción que lleva grabada: 27-05-2005.

He podido elegir entre varias, pero me quedo con esta porque se la ve a ella y no a mí. A ella es a quien hay que ver. Ella es la que merece ser vista, ser mirada.

Hace un par de semanas que he concluido una novela de la que, confío, puedan tener noticias alguna vez. No ha sido fácil escribirla. Si algún día llegan a leerla, a algunos gustará y a otros no tanto. Yo me quedo con algo bueno: si para algo sirvo en la vida, ese algo es escribir. No porque la novela sea inolvidable (que lo es para mí), sino porque ha sido escrita en circunstancias personales complicadas y, sin embargo, logré llegar hasta su punto y final.

En su discurso de agradecimiento por el Premio Nobel, Mario Vargas Llosa dijo sobre su mujer que, incluso cuando pretende zaherirlo, no hace sino halagarlo diciéndole, más o menos, que no sirve para otra cosa que no sea escribir. Ya lo he dicho en otras ocasiones: escribo (y escribir es parte nuclear de mi vida) porque Lola está a mi lado y porque no sé hacer nada distinto. Vivo porque ella lo facilita. Y les aseguro que se lo pongo muy complicado.

Te quiero, querida Lola, pero sucede algo nuevo: estoy aprendiendo a quererte. Lo hago de un modo similar a como seguro aprendí a leer (tal y como ya lo está haciendo Domingo con esa facilidad que para nada nos sorprende): deletreando, deletreándote. Si me ves callado, ido, ensimismado mientras parece que veo la televisión, sólo es porque estoy rumiando las palabras nuevas que me estás eseñando a pesar de no merecerlas. Presumo de ser buen lector y, empero, se me pasaron sin ser leídas esas palabras en las que ahora me detengo para aprender a quererte como si te acabara de conocer.

La experiencia, créeme, es fascinante.

Me dirás que no querías esta entrada, pero bien sabes que siempre procuro hacer todo lo contrario de lo que me piden que haga o no haga. Incluso si me lo pides tú. Así supiste de mí aquella primera vez en la que lo último que pasó por tu cabeza es que algún día compartiríamos la vida. Y así me temo que será hasta el fin.

lunes, 31 de octubre de 2011

Ellos son...


así



y así

domingo, 30 de octubre de 2011

Mi colega y hermano Juanfran



Hoy, mis queridos habitantes de bloguilandia, me hace el trabajo mi amigo y hermano Juanfran, que ha publicado un libro de poemas (“Cabezabajo”, Edit. La oveja negra).

El Juanfran, mi Juan, enciende un pitillo a cualquier hora del día y bebe cerveza (bueno, a veces lo hace al contrario porque se me despista o porque va de poeta...enciende una cerveza y se bebe un pitillo tras otro), coge una servilleta de papel o saca un pequeño cuaderno y se pone a escribir.

Escribe sin más historia ni parafernalia mientras los demás, quienes estamos con él o sin él, seguimos a lo nuestro con los ojos de soslayo en sus letras.

Su mirada, entonces, se pierde en una tierra indomeñada de metáforas o imágenes entarimadas en una trastienda. Va escribiendo, va fumando, va bebiendo...cualquier día de estos una analítica médica de apariencia inocente le dará un nivel alto de colesterol en los versos y una acumulación de leucocitos amables, o de cualquier otra cosa, en sus manos que escriben, fuman y beben.

El viernes fui con mi Lola a la presentación del libro en el Palacio del Pumarejo (qué penita de edificio tan dejado, por cierto. Es soberbio hasta en su decadencia). Allí me reencontré con mi amigo y hermano Juanfran, con otros amigos y otros hermanos. Aproveché la coyuntura para golfear un rato esa noche. Con ellos a mi lado otra cosa no sé hacer ni quiero aprenderla.

Hace muchos años que mi amigo y hermano Juanfran se enamoró de mi amiga y hermana María (que para mí siempre ha sido la Pepa, pero bueno... La noche que vengo contando tenía una gastroenteritis que no se le quitó hasta que optó, con acierto, por dejar de beber Aquarius y pasarse a los botellines de cerveza). Se reencontraron y reinventaron justo en la noche de mi boda. Y ahí siguen los dos, entre poemas, fumando, bebiendo, queriéndose...y yo voy y los quiero a los dos también. Que siempre he sido muy cariñoso yo.

Mi Juan, que a todo esto viene la entrada, escribe así...


Hombres de ceniza

Aún en la tiniebla más encendida, ellos caminan con el óxido vencido de las farolas apagadas.

Huyen del amanecer que abre los postigos naranjas, llenando de cáscaras amargas los bolsillos de las calles.

Cuando el orden comienza a anudar corbatas, ya ensayan su voz partida de golondrina, impregnan el lento pañuelo del aire con gasolina robada.

Son hombres de ceniza, tienen sus historias el color del humo solitario. Sus miradas están cruzadas de trenes que nunca partieron, por eso la cicatriz como raíl de espanto que surca la risa sorda de su rostro.

El tiempo en sus manos es madera rascada hasta el infinito, una cerilla mojada que lamen los perros con sus encías atravesadas de paraguas rotos.

Derrumbados sobre los esqueletos de las iguanas, ruedan en la oscuridad que guardan tus ojos en el interior de una caja de fósforos.

lunes, 24 de octubre de 2011

Desnudo...una vez más



Llueve tras los cristales.

Tengo las ventanas cerradas y los libros alertas, la luz de un flexo encendida, macilenta, y la mirada que ha madrugado como acostumbra.

Jamás me gustó dormir.

Lo hago sólo durante cinco o seis horas cada día que va pasando y así, casi siempre despierto, voy dejando que la vida discurra como lo hace el agua de esta lluvia otoñal y deshojada tras los cristales: resbaladiza, sugerente, libre, dispersa, amable y limpia, caprichosa, elegante, acaso a nada de la rendición y siempre a bordo de un duermevela que a veces es maniqueo y otras veces conciliador.

Pocas veces hice lo que no me gusta y, por tanto, duermo lo inmediatamente imprescindible. Nada más. Mis primeros recuerdos lo son de angustias tan infantiles como existenciales porque tenía que irme a la cama y allí lo único que me esperaba era dormir: unas cuantas horas ajenas a la vida.

Soñar sí me gusta. Más de la cuenta y siempre despierto. Es cierto que no aparento la edad que tengo. A los cinco minutos de una charla conmigo, que ni siquiera necesitaría ser íntima o confesional, podría cualquiera aseverarlo. Yo sonrío con coquetería cuando me lo dicen. Pero hay momentos en los que esa sonrisa, sin que mi interlocutor caiga en la cuenta porque la tengo bien ensayada, es forzada.

O inútil: a mí, esa sonrisa detallada, no me engaña.

Hace pocos días que puse un punto y final. El de una novela escrita durante unos meses que han pasado con turbulencias. Un punto y final es, también, una metáfora o una necesidad. Un punto y final nunca se escribe de un modo inocente.

Ahora imploro una recuperación y una vuelta a empezar.

Me lo tomo con tranquilidad. Que no aparente mi edad no significa, obviamente, que no la tenga. Y para algo sirve: para no tener ganas de sufrir y, acaso, para saber cómo evitar el sufrimiento. El propio y el de los demás.

Difícil hazaña. Ir por la vida empeñado en no hacer daño a nadie suele reportar la consecuencia contraria: quien más, quien menos, sale herido. Y más cuando la torpeza o la mentira han campado a sus anchas, desatadas, casi irreprimibles.

Pero debo decir que la vida, al menos hasta la fecha, no tiene bemoles para vencerme. Supongo que algún día llegará una derrota. Pero no es hoy ese día que agazapado andará esperándome en algún recodo del calendario.

No, hoy no.

Lo único que sucederá hoy, dentro de unos minutos, en cualquier momento y de repente, es que llenaré mis pulmones con el olor renovado de la tierra mojada y eso sólo significará que hay que continuar porque está lloviendo, porque puedo y quiero respirar y porque tengo ganas de vivir.

Hace unos cuantos años que la vida puso a mi lado a una mujer sencillamente extraordinaria. Está aquí, conmigo, sin condiciones y atenta, entregada y fuerte, mirándome por si necesito su ayuda y llorando si no acierta a ofrecérmela. Te debo una entrada, mi Lola, bien sabes que te la debo...pero esta, hagamos las cosas con orden, tenía que aparecer antes. Me la debía a mí mismo para que la tuya no llegue sombreada o emborronada al papel que la contendrá.

Hoy es un maravilloso día de otoño. Balada de otoño...llueve, detrás de los cristales llueve y llueve.

Hoy no será el día de mi derrota.

Y mañana tampoco.

viernes, 7 de octubre de 2011

Domingo y Adela





Hace un par de noches, mi hijo Domingo (cuatro años y medio de hombrecito) me preguntó sin aviso previo, a bocajarro, qué diferencia había entre maldito y maldición. Y yo, sabiendo qué responderle, dudé entre varias opciones que acudieron a mi cabeza para ayudarme. No recuerdo muy bien mi explicación, pero no debió ser muy clara porque tras concluirla me dijo: ¿me puedes poner un ejemplo?
Entonces le conté que si yo deseaba en aquel momento que mañana él, mientras jugaba en el patio del colegio, se cayera, ese deseo sería una maldición y yo sería un maldito por haberlo pensado. A lo que añadí a continuación que no se preocupara, que yo no iba a pensar ni a desear eso jamás. Él zanjó la tertulia con un simple y contundente: ah, vale.
Y nada más.
Él siguió viendo dibujitos animados.
Yo llené mi copa de vino.
Franciso Umbral, a todo esto, tiene escrito que nuestros deseos nunca se cumplen porque los pedimos. Y los deseos no se piden. Se pide, en todo caso, el objeto deseado. Pero los deseos no se piden, se piensan.
Cosas de literatos, supongo.
El buen uso del lenguaje es algo que ha caracterizado a Domingo desde que hace un par de años aprendió a hablar. Cuando decía algo mal, cuando por ejemplo conjugaba un verbo incorrectamente, yo siempre le decía: perdona, chiqui, pero ese idioma no lo entiendo. Se quedaba entonces pensando y lo habitual era que rectificara con acierto sobre la marcha. El ejemplo más sorprendente fue cuando una vez dijo cabiera, lo miré, le dije que no entendía el idioma y, tras unos segundos en los que se quedó mirando al vacío, acertó en la forma cupiera. Tan cierta la anécdota como cierto es que necesito poner mis dedos sobre un teclado para escribir en este momento estas mismas palabras.
Adela, una mujercita de la que estoy enamorado, tiene un desarrollo lingüístico normal y no excepcional, como ha sido el de su hermano. Ella habla con esa media lengua de los niños de dos años y medio, pero su hermano siempre pareció Demóstenes. Hace unos días, Adela dijo algo mal (no recuerdo qué) y yo, desde la cocina, escuché decir a Domingo: perdona Adela, pero ese idioma no lo entiendo.
Continúe fregando platos y vasos, pero no pude evitar pensar (o desear) que esto de ser padre, al menos hasta la fecha, es algo que no estoy haciendo del todo mal.
La primera idea que me propuse que Adela tuviera clara es que su padre era guapo. Luego, no conforme, la convencí de que es guapísimo. Yo le preguntaba cómo es papá, ella decía apo, yo la miraba enfadado y ella rectificaba con un ilusionado y admirativo ¡ísimo!. No hace mucho me dio por enseñarle algo de urbanidad y le dije que las mujeres limpian y los hombres (con perdón) se tocan los huevos. En fin, no hay quien la saque de esa idea por mucho que su hermano, así es, la reconvenga diciéndole que de eso nada, que limpian los dos.
¿Otra curiosidad? Adela defiende, y eso nadie se lo ha inculcado, que las mujeres sólo beben cocacola y los hombres vino. Nada de intentar lo contrario. Que se enfada.
Domingo habla mejor que muchos adultos que conozco y Adela, cuando conoce algo nuevo, siempre pregunta cómo se llama (aunque ella, más o menos, dice: ¿omo e ama, papi?).
Les gusta el lenguaje y eso nunca es un mal comienzo.
Anda uno alejado de bloguilandia porque estoy en la revisión final de una novelita que he escrito.
Y nada más.
Me apetecía hablar de mis hijos.
A ellos está dedicada la novela.

domingo, 25 de septiembre de 2011

Rumores...


Un paparazzi consiguió este robado.


Pero nos dio igual...


aquella noche se quedó a dormir en casa.

jueves, 15 de septiembre de 2011

Escribiendo, escribiendo, escribiendo, escribiendo, escribiendo, escribiendo, escribiendo....




Escribiendo la página número cien de una novela que tendrá unas ciento treinta, ciento cuarenta...

Besos para todos, mis queridos habitantes de bloguilandia.

domingo, 11 de septiembre de 2011

sin título



Sin muchas ganas de escribir ni de estar. Para qué mentir. Es tan difícil esto de vivir...¿verdad?

Les dejo esta canción que me parece terriblemente adictiva. Para que quede constancia de que estoy vivo. Y de que lucho, sin saber hacerlo, por eso...por vivir.

En fin, no me hagan mucho caso.

Besos para todos, mis queridos habitantes de bloguilandia.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

Creando lazos...para que quede bien claro


A él y a mí, idénticos hasta el detalle, no nos hacen falta palabras para entendernos.

A ella la veo menos por motivos de organización familiar. En estos días de playa y ron ha estado conmigo haciendo gala de todas sus facultades para la conquista. Vengo nuevo. Terriblemente enamorado de mi pequeña Adela. Para siempre...

Besos para todos, mis queridos habitantes de bloguilandia.

miércoles, 31 de agosto de 2011

Ejem, ejem....


No, si no quiero nada. Sólo decirles que estaré unos días por aquí...por si me necesitan para algo ahora que todos vuelven a sus trabajos.

Un beso muy fuerte para todos y, sobre todo, muy muy...jum!, cómo decirlo...ah, sí...muy crujiente.

martes, 23 de agosto de 2011

El Tato y Juan "el Manteca"



Ya sé, querido Tato, que te diste cuenta enseguida, nada más ver cómo crucé el umbral de la taberna con narcosis en mis piernas y el gesto tan abatido como el de un adolescente que acaba de leer el contenido hierático y devastador de su primera carta de desamor. Lo sé porque, al llegar a tientas y por inercia a la barra, me lanzaste una mirada a medias entre el sigilo y la misericordia, te acercaste con una copa de lo primero que te vino a la mano y, tras comprobar que no era el líquido desatascador, me la diste diciéndome con timbre de confesionario....parece mentira, Manteca, cómo has podido enamorarte de nuevo si prometiste no hacerlo desde que aquella mujer te dejó un enigma en los bolsillos y el sabor perenne en los labios de su sudor tenue y salado, de su piel libre, desnuda y sin remisión.

Yo intenté responder poniendo algo de orden entre las pocas letras del alfabeto que aún me soportan, pero traía en la lengua restos de chatarra que me impidieron hablar. Cuando tomé el primer trago supe que necesitaba más un reciclado que una terapia. Me había sentado en uno de los taburetes ahumados que sobreviven en tu taberna tras el paso de tantos sueños descarnados por ella y sólo podía pensar en su marcha sin equipaje ni palabras, en su adiós sin fisuras ni nostalgia y en mi aspecto destartalado o erial. En silencio te agradecí, querido amigo, que al fin decidieras quitar hace un par de meses el único espejo que había en la taberna sólo porque entraban tipos infelices que no se reflejaban en él y se marchaban sin pagar. Si me hubiera asomado al precipicio fúnebre de aquel espejo que goteaba taima y azogue, habría roto a llorar como lo que soy: un niño aprendiz o un hombre incapaz.

Y no, Tato mío, colega de noches lucífugas, trampas deslavazadas y confidencias con grietas, eso no. Llorar no. No permitas que eso me suceda nunca en tu taberna. Dame de beber hasta que pierda lo últimos hilos de mi razón superviviente bajo candilejas, háblame de los viejos tiempos o cuéntame qué proyectos vas dibujando con tiza para que la taberna no pierda el humo que la ennoblece y los desconchones que atrapan su luz. Inventa lo que quieras, lo primero que se te ocurra, lo que pase por el alambique de tu cerebro en primer lugar, pero no me dejes llorar en público, querido amigo. Hay mujeres que no me lo perdonarían o que me confundirían con ese otro que también soy y que siempre llevo oculto.

Llorar no.

Aquella mañana, nada más despertar, supe que ella no volvería porque el silencio me cercaba como un necrófago y el sol había pasado de largo al ver mi balcón abierto de par en par. Me había dejado un beso en caída libre hacia la almohada y el alma llena de pena. Hace muchos años, tantos como lunas cercenadas corren por mis venas, que no estaba así, querido Tato...con el alma llena de pena.

Y no sé, amigo mío, si tanto tiempo enrocado será para mal o para peor. ¿Se pierde práctica o se gana en tranquilidad? Malditas incógnitas, son como puñales esquinados en la garganta. Dame una copa de algo que me haga un agujero en el estómago, me ahogo, necesito que circule aire por mi interior.

Pero no pasará nada, ¿verdad, colega? Sabemos de sobra qué es estar en una trinchera y asomar la cabeza. Por eso la tenemos tan perdida como las balas que a veces nos zumbaron en los oídos y nos rozaron el corazón. No nos ha ido mal. Incluso en los peores momentos hemos hecho justamente lo que no debíamos hacer. Así que todo lo voy viendo con mayor claridad...

Cada noche rezaré por lo prohibido y dejaré entonces que la vida vaya tejiendo su labor. Volveré a la taberna y me intubaré vinos que continúen el proceso febril de mi desfloración. No sé si he olvidado quién soy o que nunca he sido. Si es lo primero, le veo difícil solución. Si fuera lo segundo, me tranquilizaría en el acto y tiraría mi documento de identidad por el alcantarillado municipal. Nada y todo merece la pena. Me pegaré a la espalda de la noche. Practicaré la conjugación de verbos irregulares al caminar y continuaré amaneciendo en tu taberna mientras jugamos a los dados y nos reímos del azar y olvido quién soy y recuerdo al que nunca fui y sumo y resto y canto bajito y tú buscas el compás y hablamos de la vida y nos tomamos otra copa y vuelven los dados a chocar y todo continúa y todo permanece y...

viernes, 19 de agosto de 2011

En ropa interior...


Si es que es mu apañao...lo mismo es útil para sostenerme sobre la vida que voy llevando que para ofrecer una solución, ya veremos si más o menos duradera, a un contratiempo doméstico como la rotura imprevista de una persiana.

Besitos para todos.

miércoles, 10 de agosto de 2011

lunes, 8 de agosto de 2011

La magia de las manzanas



Me dices que cuando lees un texto que te gusta llegas a pensar que es pura magia, que su autor merece tu consideración porque te admira lo que debe haber en el interior de su cabeza para lograr la redacción de ese texto que tanto te ha gustado. Añades luego, mientras calla y escucha quien habla contigo, que si cualquier detalle o despiste provoca que veas el truco utilizado, la magia se rompe, se cae: “si le digo al autor que me ha impresionado su texto, que me ha parecido mágico, y me responde casi con indiferencia o hastío algo así como ah, pues se me ocurrió mientras pelaba una manzana, sólo eso...entonces dejan de gustarme tanto el escrito como su responsable”.

Baraja las cartas. Hazlo tú, yo no las voy a tocar. Mira, llevo un polo de color rosa y mangas cortas. Nada puedo, por tanto, guardar en ellas. ¿Ya has barajado? Escoge una carta, recuérdala y vuelve a introducirla en el montón. Yo no miraré. ¿Ya? Baraja de nuevo. Pon las cartas bocabajo sobre el tapete de la mesa. Piensa en tu carta, no la olvides jamás. Eso es nuclear: la magia pertenece más al recuerdo que al olvido. Haz un corte por donde quieras. Descarta uno de los montones, nos quedaremos sólo con el elegido. Acércate. La magia es más difícil si no estás cerca, si no me quedas a mano. Elije un número del uno al cinco. ¿El cinco? Bien, del montón que nos hemos quedado coge cinco cartas al azar. Ve poniéndolas de izquierda a derecha, bocabajo sobre el tapete. Sigues recordando tu carta, ¿verdad? No la olvides, sólo necesito eso. ¿Crees que la tuya estará entre estas cinco? No me respondas, tu respuesta no modificará el resultado. Si lo crees, todo será más sencillo. Si no lo crees, tendré que concentrarme o redoblar esfuerzos. Pero no variará el resultado: tu carta está ahí, sólo queda señalarla. ¿Estamos en la parte más complicada? No, créeme que no. Lo más difícil fue el principio: barajar. Pon las palmas de tus manos sobre las mías. Sí, así. Déjalas unos segundos, no las muevas. Bien, eres una ayudante de mago perfecta. Ahora me toca hacer a mí. Ya te dije que no tocaría las cartas en ningún momento. No me pierdas ojo. Voy a situar mi mano izquierda, la nuestra, a unos milímetros de cada carta. ¿Ves? No las toco. Sólo necesito unos momentos....otros momentos...levanta la carta número cuatro contando de izquierda a derecha. ¿Es tu carta? ¿Sí?

Ya sabes: nunca olvides que esa es tu carta. Puede que algún día sea la nuestra. Pero sobre todo es la tuya.

Hace años que no pelo una manzana. Como poca fruta. Si pienso en cuál es mi fruta preferida viene a mi mente el melocotón. Pero también hace años que no pelo un melocotón. No tengo muy claro si la fruta y la magia se relacionan íntimamente. La claridad de ideas no aparece entre las numerosas virtudes que me caracterizan. Hace muchos años, para una revista local (local de mi pueblo), escribí artículos bajo el título genérico de “El olvido de la virtud”. El olvido, no recuerdo por qué, siempre ha estado presente entre mis palabras: escogía cinco al azar tras haber barajado y descartado a las demás y luego alguien me obligaba a quedarme sólo con una. Y era el olvido. Descubrí entonces que sería escritor o no sería nada. Luego, mientras las piezas de fruta se aburrían en el frutero, quise también ser mago. Fue un buen modo de luchar contra ese olvido que actuaba como un roto en mis bolsillos. Así, con el tiempo, perfeccionando el juego y creyendo en la ilusión, fueron llegando a mi vida los recuerdos. La magia y los recuerdos miraron cara a cara a mis olvidos. Ahora nos sentamos los cuatro a contarnos viejas anécdotas. Tiene su punto ver cómo el olvido se pone a recordar y cómo no consiguen llegar los recuerdos allí donde el olvido se enroca. La magia media entre ambos. A veces acierta y otras veces no. Yo, mientras tanto, apuro un trago de ron sin hielo ni circunstancias e imagino que soy un barman diestro preparando un daiquiri de fresa. Siempre andando e imaginando entre gerundios y otras drogas. Cosas mías.

La noche avanza y ambos estamos, distanciados, dentro de ella. Yo miro por mi ventana abierta de par en par y rezo para que sople un viento que se lleve con él mis delirios. Te imagino sobre la cintura de la noche e intento hacer eso que me gusta tan poco como la fruta: dormir. A veces lo consigo y otras veces no. Como la magia, tan inestable como garantizada. Contradicciones o paradojas. No lo tengo del todo claro. Al concluir la noche la veo como la peladura de una manzana. Procuro no engañarte y lo voy consiguiendo a pesar de los miedos, las bobadas, las torpezas y todo eso. Odio el paso del tiempo. Dentro de nada, al concluir esta semana cuyo comienzo ha sido hoy inevitable, cada noche será una manzana no mordida. Yo seguiré por aquí, viendo cómo tus manos cruzan por mi ventana y circundan la cintura afilada de la noche.

Nada grave va a suceder. Mi principal enemigo continúa rumiando su derrota y a ti te bastará con no olvidar una carta. ¿Cómo?...¿que te diga como la averigüé?...ah, no, no, no...se rompería la magia.

Y no me compensa ponerme ahora a pelar manzanas.

domingo, 31 de julio de 2011

La nada



Ignoro el alcance del poder de las palabras, no sé hasta dónde ayudan o son suficientes. Sin embargo, voy restándole importancia o eficacia a ese poder. Hacen lo que pueden las palabras, llegan hasta donde son oídas. Y poco más. Últimamente las veo en retirada triste, cabizbajas, considerando una rendición tan definitiva como inesperada hace unos años...cuando las palabras eran un ejército y no lo que son ahora, una pandilla malhadada y superviviente.
Los últimos coletazos de las palabras.
Si sólo hay palabras, no hay nada. Mejor constatarlo cuanto antes para que el desencanto que va a llegar suponga un sufrimiento menor. No te vayas, dicen unas palabras. Tengo que hacerlo, responden otras. Entre ambos grupos de palabras hay un espacio donde el tiempo avanza sobre el desgarro y la ternura. Pero avanza. Esa es la realidad. Lo demás, lo del desgarro y la ternura, sólo son palabras.
A veces he regalado palabras que hicieron feliz a alguien. Ahora las empaqueto como hacía entonces, pero no culmino el trabajo con un lazo y una sonrisa. No. Las empaqueto y escribo encima de la caja empaquetada otras palabras que son una dirección hacia la nada en la que quiero que residan las palabras que van dentro.
Si sólo hay palabras, no hay nada. Lo dice alguien que mantiene una buena relación con ellas, quien jamás les guardó rencor y nunca pagó con daño devuelto el daño que varias palabras le hicieron. Y le hacen. Y seguiré sin vengarme. Si algo soy es buena persona. Eso vale tanto como las palabras. Nada. La nada en la que me muevo. La nada en la que deseo que habiten todas las palabras que he ido acumulando a través de estos años que ahora desembocan en tus ojos y tus abrazos. La nada que tengo.
De la nada, nada sale...decían los viejos griegos. Tenían razón. La Filosofía podría haberse detenido ahí, donde comenzó. Si damos con una verdad, continuar es un sinsentido.
Y aquí estoy. Usando palabras que quiero descartar. Sin palabras llegar a la palabra (qué lejos, qué improbable)...escribió Cortázar. Él lo sabía, pero también vivió enredado. Un laberinto es la construcción humana más abominable.
Y aquí estoy, donde siempre, donde las palabras me miran desconcertadas. Las estoy retando. Es un juego inútil. Estoy perdido. Nada tengo que no sea las palabras que no quiero tener. Me vendría bien un pequeño asomo de locura, lo justo para cambiar palabras de su lugar natural y, con ello, obviar el sentido de frases tan simples como el mecanismo de un yoyó. Que, por cierto, simple será, pero soy incapaz de manejarlo.
Entre la torpeza y el miedo busco la primera salida dentro de un laberinto que es cruel y es enrevesado y es mezquino y es injusto y es doloroso y procuro que no sea falaz ni tramposo ni imposible ni hiriente ni mortal. Voy recogiendo trozos de hilo que se rasgaron en esquinas afiladas. Intento orientarme, pero parezco a merced de drogas que intercambian muros y dimensiones. Hay palabras escritas en las paredes, pero ya no me detengo a leerlas. Mi sentido de la orientación nunca sacó buena nota en los exámenes que pasó. Menos ahora, cuando el sentido es una palabra y nada más y la orientación otra palabra y nada más.
Qué bien escribo, ¿verdad? La mayoría de mi textos, si no todos, son muy buenos. ¿Y? ¿De qué me sirve? ¿Hasta dónde me llevan o me han traído? ¿Ha llegado la hora de dejarlo? No. En el interior del laberinto siempre necesito ponerme a escribir. Julio Cortázar me mira profundamente desde la portada de un libro, primer tomo de sus Obras Completas. ¿Por qué escribir, Julio? ¿Hacia dónde me lleva? ¿Por qué abro cada mañana un folio en blanco? Te leo al azar, mi querido argentino, y me dices...así andaban, Puch and Judy, atrayéndose y rechazándose como hace falta si no se quiere que el amor termine en cromo o en romanza sin palabras. Pero el amor, esa palabra...
¿Escribir? ¿Para qué? Las palabras se rompen tras chocar en el delta donde han desembocado mis años, allí donde tus ojos y tus abrazos.
Nunca pensé que llegaría a odiar a las palabras.
Creo que nunca pensé. No sé cómo se hace eso. Y así, entre torpezas y miedos, voy cayendo en la cuenta de que no soy nada.
Y seguiré escribiendo mientras mi soledad cae como la noche lo hace sobre la tuya.

jueves, 28 de julio de 2011

Ante todo seriedad...

Juanmita, miarma, un poquito de seriedad en el trabajo...que así te hacen luego el caso que te hacen tu queridos subordinados.

Besos para todos.

jueves, 21 de julio de 2011

Parricidio


Disculpen si hiero su sensibilidad con imágenes tan crudas e impactantes como este intento de parricidio que, finalmente, no fructificó. La realidad puede ser así de fría. Nuestra misión es denunciar actos como éste. Desde aquel día, miro a ambos lados de la calle varias veces antes de cruzarla, contemplo la posibilidad de contratar a un guardaespaldas y hago que otros prueben mi comida en primer lugar.

No hay que fiarse....

Besos para todos.

lunes, 11 de julio de 2011

A menudo los hijos...








Se llevan bien




¿Nos hacemos una foto haciendo el tonto, papi?

Un besito de amor

¿Quiénes son todos estos que están mirando, papi?


¿Crees que así seré la más guapa de la fiesta?


Hola, papi, aquí viendo la vida pasar...tranquilito


Vale, vale, Adela, lo que tú digas...faltaría más


¿Sabes, papi? Voy a hacer lo mismo que tú: pasar de todo


Pues sí que se está bien así, pasando...


Que me descojono, vaya...


Sin comentarios


Nada, nada...sin comentarios


De fiesta en el colegio


- ¿Nos vamos, hermana?
- Nos vamos, hermano


Besos enormes para todos, mis queridos habitantes de bloguilandia...

domingo, 29 de mayo de 2011

Diario de madrugada




Puse mis manos abiertas sobre sus labios cerrados y, con ello, di por clausurada aquella noche. Tras pactar armisticio con un fantasma que tengo por psicoanalista, abrí silenciosamente las páginas amuralladas de este diario y me puse a escribir mientras ella dormía. Invoqué entonces a las palabras más amables que soy capaz de usar y miré su cuerpo desnudo, levemente tapado o cubierto por la misma ropa de cama que habíamos descartado hacía sólo unos minutos, entregada a los sueños, con las piernas a medio abrir o medio cerrar, con las manos vacías y dejando ir las últimas huellas de la erección que habían retenido, mi erección entrando en su cuerpo que la recibía.

El silencio de la madrugada era un aliado, un perro fiel que dormitaba, una butaca vacía en primera fila del teatro de la noche. Ella se llamaba Irina y yo, una vez más, intentaba olvidar mi nombre. Nos habíamos amado como si nuestros cuerpos fueran dos ríos navegables, aquellos ríos en los que Heráclito no fue capaz de bañarse por segunda vez. Tanta filosofía para eso, para nada, para un baño imposible. Yo me sumergí en las aguas de Irina durante varias horas porque su cuerpo amante era una inundación inevitable, una invitación al submarinismo, una caída tan libre como deslizante. Nos habíamos amado aquella noche como si hubiera sido una misión, cabalgando sobre deseos que habían esperado demasiado tiempo entre bambalinas, aminorando la cadencia de los besos para que fueran quedos y acelerando el ritmo de caricias que no estaban marcadas.

Fuimos aquella noche dos sexos descubiertos, un par de cuerpos desnudos que se tocaban, fuimos piel electrizada, fornicación en medio de la selva y pátina de ternura en la mirada. Fuimos los amigos de años que decidieron descartar los dictados del catecismo y obviar la educación recibida y mezclada con la leche materna, con la papilla infante, con el gel de baño.

Fuimos lo que quisimos ser.

Recuerdo que Irina gimió con gravedad durante un orgasmo que fue alcalino, tan inacabable que permitió y esperó la llegada del mío sin urgencias, sin necesidad perentoria y sí detenido, pausado, casi con calma. Yo pensé entonces que de la decisión primaria entre ambos, echar un polvo amigo y animal, habíamos desembocado en un mar llamado hacer el amor.

Y se quedó dormida Irina. Y abrí las páginas amuralladas de este diario para que se impregnaran de su olor más húmedo. Y me puse a escribir esperando que despertara. Y al cabo despertó en unos minutos. Y nos bañamos un par de veces más en el mismo río. Y que le den a Heráclito y a todo el pensamiento de la filosofía occidental.

Y eché el telón.

Y cerré el diario.

lunes, 16 de mayo de 2011

Beeeeetiiiissss!!!!!!!


(Por cierto, estoy vivo. Un abrazo muy cálido a todos. Por aquí ando, escribiendo....)

martes, 12 de abril de 2011

Diario de madrugada



Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos, mi alma no se contenta con haberla perdido...sé que yo era muy joven cuando leí estos versos de Pablo Neruda que intermedian dulces entre el amor y el desamor, estos versos que procuran sobrevivir en el interior inhóspito y varado de ese paraje que queda a medio camino de ambos sentimientos. Ese lugar, al fin y al cabo, donde el recuerdo es inevitable y el olvido necesario. Sé que debía ser muy joven porque, durante la lectura, se me cayeron dos dientes de leche que aún persistían tras el paso arcilloso de la infancia y porque llegué a sus versos finales habiendo superado, inesperadamente, un balbuceo en el habla al que me había acostumbrado desde los primeros meses de cuna.

Sin embargo, desde el primer momento y a pesar de que mi edad era un obstáculo, una edad sólo útil para conseguir con facilidad una erección tan espontánea como brutal y pétrea, tuve un conocimiento geométrico del significado con aristas de aquellos versos que son un mito y que, en tantas ocasiones, vuelven a mi vida como si tuvieran la naturaleza de un bumerán astillado.

Es por eso que acudo a ellos de vez en cuando. Lo hago, por ejemplo, cuando intuyo que un página a punto de comenzar en este diario tiene probabilidades precisas de concluir gimoteando pucheritos. Lo hago también, acudo desnudo a los versos, cuando se mueve con pudor la sombra de un adjetivo y advierto que tras ella, hacinada cabe otras ruinas y al acecho, hay una noche en la que mi alma no se contenta con haberla perdido. Es siempre una noche calcada a otra en la que una mujer estuvo entre mis brazos durante instantes tan breves como la duración de un pésame afectado o, acaso, durante horas elásticas sobre las cuales ambos conseguimos conservar el equilibrio, mirarnos a través de los visillos del deseo y enseguida hacer el amor sin red ni miedo a la caída.

Entre una noche y otra, entre la noche de sexos que concuerdan y la noche donde la soledad es de cera, planea como un imán la nostalgia. Se atraen esas madrugadas, se necesitan, se recrean la una en la otra, copulan en la distancia, aúllan, sueñan que se desvisten, imaginan un tiempo que llegará para unirlas, desgranan un momento pensado que las enlaza, inventan una palabra que actúe o funcione como conjuro vencedor, se alimentan con las huellas transparentes que va dejando a su paso la esperanza, son lo que no quieren ser: un campo de batalla donde la razón improvisa estrategias y el corazón ordena con cautela sus latidos.

Pero concluyen las noches y van a dar en amaneceres distintos. Es entonces cuando ambas siente una tristeza bosquejada en el alma: son conscientes de que nunca, la una noche a la otra noche, se tuvieron ni tendrán entre los brazos.

sábado, 2 de abril de 2011

Diario de madrugada



Cuando comenzó a llover en el interior varado de aquella noche que parecía asintomática supe que la lluvia, a veces, es necesaria. O mejor aún: supe que hay un momento en la vida sobre el cual, necesariamente, tiene que llover.

Cómo sea luego la lluvia, su calidad o cantidad, si cae en vertical o en cursiva, si vacila como el parpadeo del incrédulo o persiste como un resto arqueológico, si se aviene a razones o es desconsiderada, si obra con misericordia o deja charcos de rencor enconado... todo eso es secundario, todos sus adjetivos son irrelevantes, toda su personalidad es anecdótica. Lo nuclear, lo angular, es que hay un momento en la vida sobre el cual, necesariamente, tiene que llover.

Nada me motiva a numerar las páginas de este diario y casi siempre obvio detalles que lo asemejarían a un centro comercial o a un juego de mesa. Es por eso que no sé si aquella noche sin números ni detalles comenzó a llover antes de que ella se marchara o justo cuando cerró con suavidad la puerta, conforme bajaba con lentitud la escalera hasta llegar a la calle, levantar un brazo para llamar a un taxi tan desocupado como un animal saciado y subir a él con los ojos erguidos o supuestos, las manos calmadas y restos de carmín sobre algún gajo del alma.

Yo, desde mi ventana, la vi marchar entre gotas de lluvia que se deslizaban inermes por el cristal con magulladuras, bajo aquel aguacero remisible que embellecía el acerado municipal y difuminaba lo que procuraba atrapar el final lánguido de mi mirada.

Y tuve entonces la certeza inviolable de que aquella historia de amor acababa de terminar.

Se llamaba Helena y su cuerpo tenía forma de mar. Las palabras que nos cruzábamos entre copas o cópulas nunca tuvieron exceso de almíbar ni necesitaron ser buscadas en el fondo de armario de cualquier diccionario. Eran palabras ajenas a los sinónimos, palabras que emergían de su raíz original y mostraban un significado claro y preciso. Como si el idioma entero fuera transparente y nuestros cuerpos desnudos, abiertos y entrelazados no proyectaran sombra alguna sobre él.

No me dijo nada antes de irse. Sólo me miró con cierta ternura y supe que todo concluía como un verso final. Si alguien piensa que existen historias de amor que crecen sobre los campos en barbecho donde descansa todo lo eterno, sencillamente corre el peligro de cometer un error.

Había dejado de amarme, eso es todo.

Con el paso del tiempo, yo también dejé de hacerlo. Dejé de amarme. Apenas si me necesito. Ahora, cuando llueve, salgo a la calle y me doy un paseo sin paraguas por los huecos de mi vida. Llego empapado allí donde mis recuerdos tienen bajo techo a Helena y compruebo que sigue bien, la mar en calma y el horizonte despejado. Hay un momento en la vida sobre el cual, necesariamente, tiene que llover. Se trata de una limpieza. Algo así como volver a hacer el amor con un nombre propio y húmedo, con un adjetivo que ha de estar mojado para que no lo colmen la imaginación o el delirio, conjugando el tiempo verbal que conduce a un orgasmo y renovando la certeza inviolable de que si un complemento circunstancial la trajera de nuevo a mi puerta, la situara aquí mientras fuera continúa la lluvia, rompería con seguridad y violencia la ropa interior de las palabras prohibidas de mi idioma sólo para volverla a amar.