viernes, 27 de agosto de 2010

Monólogo




Sí, eso es lo que soy: lamentable.

Nada puedo hacer por modificar esta circunstancia o situación. Digamos que lo llevo en mi código genético, que soy lo que mi madre me legó, que hay cosas inevitables…tanto como lamentables.

Dicen de mí que merezco ser lamentado y que soy digno de llorarse. Siempre estoy presente cuando acaece alguna desgracia, parezco imantado. Pero puedo asegurarles que todo es a mi pesar, casi contra mi voluntad.

Dicen también que a veces presento el aspecto de una persona o cosa estropeada, maltrecha. No es que me guste presentar este aspecto, no, pero no me queda otra que acostumbrarme. ¿Querrán ustedes aceptar mis disculpas?

Añaden finalmente, por si fuera poco lo que me ha caído, que puedo infundir tristeza y horror cuando hablo y se puede, por tanto, oír mi voz o cuando dejo ver mi rostro al tiempo que todos piensan o dicen eso mismo… sí, verdaderamente es lamentable. No hay duda.

¿Me hubiera gustado ser de otro modo? Por supuesto, negarlo sería mentirles. A veces lo he intentado, quise dejar de ser lamentable para ser, por ejemplo, agradable o placentero. Pero nunca me salió bien la jugada. El resultado fue patético y, la verdad, no sé qué es mejor: ser patético o ser lo que siempre he sido, lamentable. Querer ser el antónimo de lo que uno es sólo nos lleva a una conclusión: el lenguaje no entiende de trampas, de trucos de magia que sean torpes y, con ello, no consigan esa meta llamada ilusión.

Una vez asimilada mi personalidad, algo así como el significado que me conforma, les aseguro que procuré (sigo procurando) quedar en un segundo plano, ser actor secundario con un papel tan irrelevante que ni siquiera en los títulos de crédito mereciera aparecer. No hay modo, lo saben mejor que yo. La vida es como es y yo con ella soy como soy.

Hago lo imposible, créanme. No me culpen, por favor. No me gusto cuando me miro a los ojos en un espejo y vivo dentro de una depresión. Hace muchos años, apenas siendo un recién nacido, podía declinarme y, así, todo parecía que se achicaba, que yo era un mal menor. Pero ya ni siquiera me queda ese argumento o consuelo. La edad ha anquilosado mis articulaciones y aquí estoy, como un participio del verbo erguir y sin remisión. Empero, no soy un verbo, no soy un sustantivo, no soy un pronombre. Soy un adjetivo que nada puede hacer por cambiar.

Está escrito.

jueves, 19 de agosto de 2010

Descubriendo...




A veces, en libros cuyo título ya olvidé, pude leer que amar es un acto absoluto de egoísmo. Decimos “yo te amo”. Se impone ese yo humano, demasiado humano, con la finalidad de descartar cualquier otra presencia y, así, llevar mejor la lucha contra los miedos y la soledad, contra los sueños empeñados en parecerse demasiado a la realidad o contra el paso implacable, en ocasiones cruel, de los días y los años, del tiempo y la edad.
Hoy, sin embargo, he decidido dar de lado a todas mis lecturas, cerrar los diccionarios y olvidar la educación que he recibido tanto en la cuna como en la mesa. Quiero hacerlo para escribirte como si fuera un recién nacido apenas balbuciente y sin conciencia contaminada, para encontrar palabras amables que aún no hubiera podido conocer y rodear tu silencio claro con sigilo y zalamería. Sentarme entonces tranquilamente, mientras vigilo que no se produzca una rebelión de adjetivos sin utilidad o pronombres personales que dejo aparcados, a contemplar cómo madura tu cuerpo en lo que pasa la vida, que sólo es eso que transcurre a tu alrededor. En conversaciones con amigos que me piden una explicación, justifico cada uno de mis pasos en el mundo porque todos buscan la cercanía de tus manos, estar a tu lado para observar los gestos que haces como si tuviera la intención de dibujar cada uno de tus movimientos, guardar en los huecos puros de mi memoria tu olor de mujer sabia, indagar en la profundidad natural de tu mirada hechicera y egipcia para tener la sensación, infantil e inocente, de que podría descubrir tus secretos con facilidad. Cierro los diccionarios e imagino que tú sales a la calle y yo me asomo a una ventana, a verte pasar. Sí, cierro los diccionarios para evitar hablarte con palabras que habitan en los lugares comunes, en las zonas muertas del idioma, para dejar mi mente limpia de gramáticas o cosas y sólo pensar en el poder de tu cuerpo blanco iluminando la oscuridad de mi habitación, para abrir mi colección de besos pequeños, noches en vela y utopías inverosímiles y decirte quién soy, cómo soy, por qué cierro los diccionarios cuando entras en casa y cuáles son las razones que tengo para no ser perezoso al sonar el timbre del despertador. Toda mi vida anterior a tu presencia nueva, como una deflagración que me cogió desprotegido, fue papel mojado desde el instante en el que nos dio por ahogarnos en el fondo abisal de un cuenco de vino y proclamar luego, en mitad de campos y carreteras, como en un susurro desbocado que ni quisimos ni supimos ni pudimos domeñar, que ni siquiera la Muerte, a pesar de esa imposición digna de la mayúscula, tendría la fuerza suficiente para podernos separar.
Creo recordar que yo ya existía antes de ti, de tu llegada a mis ojos cansados quiero decir. Pero, si así fuera, no me importa demasiado. Tiré a la basura, junto a restos de comida precocinada y poemas que nunca llegué a concluir, los calendarios que colgaban de las paredes de mi casa, con sus fechas enmarcadas en círculos rojos para que no se me olvidara el aniversario de algo o una cita puntual, con sus lunas que crecen o menguan en complicidad con los caprichos de la pleamar, con sus refranes absurdos del mes y algún que otro año que la prudencia me aconsejó olvidar. ¿Hay, entonces, un antes y un después de ti? Ni lo sé ni me importa. Esas preguntas son propias de novelas mediocres y películas de un domingo en sobremesa con té y pastas, surgen por inercia cuando el aburrimiento encuentra un lugar donde estar. No es mi caso, querida Lola, desde que entraste en mi vida como una inundación inesperada y torrencial, sin que me dieras tiempo a anunciarte que no sé nadar, que podría morir si no hallaba dónde asirme, sacar la cabeza y, aunque sólo fuera durante un par de segundos, detenerme a respirar. Pero venía contigo la sorpresa sin remisión de tu cintura navegable, de tu agua calma con orillas para pisar tierra y descansar. Acudí a tus brazos como un náufrago desorientado que necesita, casi implora, un beso que le limpie la sal sobre las heridas, una palabra que fuera ungüento, un poco de piedad, algo de calor, el roce con otra piel para continuar sintiéndose hombre y que amaine la soledad. Dejar atrás, de una vez por todas, tanto duermevela sin el consuelo de un cuerpo al lado que sí duerme, ese refugio de quienes como yo, querida Lola, no pueden ocultar los estragos provocados por los deseos no cumplidos y la consecuencias ridículas de un carácter dominado por la pusilanimidad.
¿Destino o azar? Ni lo sé ni me importa. La vida sólo es azar que más tarde, en nuestra fábrica cerebral por módulos o en el estómago animal, digerimos para decir que obra el destino. Supongo que ambos, destino y azar, concordaron como dados trucados dentro del mismo cubilete en la tirada que trajo tu nombre a mi vida, yo que no soy jugador y que pasaba el tiempo ordenando hojas en blanco que después guardaba en el fondo triste de un cajón. Sobre ellas, querida Lola, me he puesto a escribir una carta que te entregaré dentro de unos minutos, cuando regreses del trabajo a esta casa que compartimos y todo se vuelva a llenar de tus manos que se abren con lentitud de flor, cuando te acerques y tu cuerpo sea para mí una envoltura de calor que destila mi amor líquido, derramado en estas líneas, cuando asomes tras la puerta y tu luz impere sobre lo que tengo y lo que pienso, cuando el eco de tu voz irrumpa en esta carta y la haga temblar.
A veces, en tiempos donde mi vida devino en campo de batalla y una verdad podía ser arma mortal, he recurrido a la mentira argumentando que era una trinchera, en lo que llegaban días de paz. Pero nunca fue necesario contigo, tampoco podría haberlo hecho. Incapaz de mentirte, querida Lola, confieso rendido a ti, ante el poder de tu caricia amable, bajo tu sabiduría almacenada con orden y magia, cabe tus ojos sosegados, con la escritura original que recupero de mis primeras clases en los colegios, contra vientos que me impidieron caminar, de cierto, desde la genética que me conforma y me hace, en el olvido de amantes ya diluidas, entre versos leídos con desgana, hacia tierras que nunca he pisado, hasta que mis fuerzas me hagan caer como una declinación en desuso, para que conste ignorando acta notarial, por la música compartida como si fuera un juramento, según iré envejeciendo, sin aspavientos ni alharaca, so pretexto para continuar luchando, sobre la memoria de amigos y sombras que duermen y tras espejos con azogue aburrido, confieso, decía, que te quiero de modo irrenunciable, que debo agradecer tu llegada como una preposición nueva que me permitió, al fin, unir con sentido todos los verbos conjugados a lo largo de mi vida.
Estas palabras, esta carta, es futuro en tus manos y será presente cuando leas justamente este párrafo que para ti será lo que escribí hace unos minutos y para mí es lo que voy escribiendo justamente ahora. En este párrafo que elijo fuera del tiempo escribo un te quiero que tú leerás cuando llegues aquí, a este delta en el que me he convertido tras pensar y recorrer los ríos de tu cuerpo, silente en espera de que concluyas tu lectura siempre agradecida, levantes la cara y entonces te pueda besar. Desemboco en el mar de metáforas que me has regalado, vengo de sortear meandros barrocos y partir selvas por la mitad, te hago el amor, o me lo haces tú, y todo se transforma en oleaje calmado o lluvia implacable, vertical y necesaria, simulacro bíblico de diluvio sobre tu cuerpo, o sobre el mío, o sobre algo para lo cual aún no tengo suficiente literatura y que escapa a las dimensiones de tu cuerpo y el mío, de dos cuerpos unidos que ya no somos nosotros, abandonados, dulcemente heridos, cubriendo urgencias y forjando recuerdos que algún día recogeremos para reír, conjugando el infinitivo de amar en sus tres tiempos, te amé al conocerte, te amo porque te conozco, te amaré porque quiero seguir conociéndote, nosotros que dejamos de ser sencillamente para estar, mudamos el verbo como un modo absoluto de renuncia, como si con ello mudáramos la piel y esa mutación nos hiciera aliados, amigos, amantes, tu luz en la oscuridad que yo era, mis sueños en tu realidad sencilla de gestos claros, tu forma de andar enderezando la torpeza de mis pasos, mis versos cayentes por tus brazos, tus piernas, tus pechos dentro de la misma mano que escribe versos resbaladizos, arraigados a la imagen que me sobrevuela en modo rasante, tu imagen perfilada y precisa como un boceto al punto de concluir, tu imagen cuando eres niña dormida y cuando despierta la mujer que me da un beso y los buenos días, tu imagen que ya es materia prima en mis poemas, barro que persigue un punto adecuado de cocción, tu imagen sin interferencias en mi retina recién estrenada, la imagen que quiero última el día que tenga que ser, la tuya, mujer de poso con buen augurio en la maraña de destinos y azares que nos van conformando, mujer en celo o reposo de lecturas a media luz, mujer que escucho para aprender, que cuido y me cuida, que peino y me peina, que lavo y me lava, que amo y me ama, imagen fijada en daguerrotipos que no será capaz de dañar el sol, tu imagen en fotografía acariciando a una gata que tiene mucho de lo que tú eres, o tú mucho de la gata, y que quizá por eso me encontraste por los tejados, donde ahora intento recordar si yo vivía antes de ti.
De tu llegada a mis ojos cansados, quiero decir.

lunes, 16 de agosto de 2010

La tormenta...canción impresionante



Nada más tengo que añadir. No hay muchas ganas de escribir. Sólo me apetecía escuchar esta canción un millón de veces para recordar el millón de veces que me embarroché con ella.

Fui otro. Y lo sé.

Besos para todos los habitantes de bloguilandia.

miércoles, 11 de agosto de 2010

Extracto de biografía V...desnudo



Es difícil desnudarse.

No siempre acude la destreza a ayudarnos en esa tarea aparente, a medias entre el desgarro y la sutileza, que consiste en desabrochar botones. Es difícil desnudarse y que luego el público nos vea, emita un veredicto, mire hacia otro lado o aplauda sobre el paisaje ofrecido.

Sí, es difícil desnudarse.

Pero anda uno por su casa como le viene en gana.

No sé, a lo mejor es esta escena la que hace de Forrest Gump la película de mi vida. Tantas veces soñé con ello. ¿Lo sigo haciendo? Por descontado. Dulcemente, además. Iría corriendo a cualquier lugar del mundo. Y sueño que lo hago.

A buenos entendedores, pocas palabras más han de bastar.

Cuando vi esta escena en el cine, lloré como el niño pequeño que fui. Luego, la película me pareció la plenitud de la inteligencia, el subrayado inteligente y sensible de aquello que en la vida debiera importar.

Lloré con ese niño que, rompiendo sus aparatos ortopédicos, se puso a correr. Desde aquel momento, lo hizo siempre. Y sin embargo jamás dejó de estar en el mismo sitio: donde la mujer que amaba, donde los amigos a los que no abandonó.

Lloré con ese pequeño Forrest que cumplió un sueño. Yo, especialista consumado en cumplir los míos, lloré con la imposibilidad de cumplir éste. No pasa nada. La imposibilidad, lejos de amedrentarme, me mueve a continuar. Es, la imposibilidad, una parte importante del modo en el cual entiendo la libertad. La libertad de lo imposible o la imposible libertad, podría escribir si tuviera ganas de escribir tonterías, que no es el caso.

Con estas palabras no sé si lo digo todo o no digo nada. Jamás fui más sincero en este blog, nunca como ahora he estado tan cerca de mí mismo, tan desnudo.

Pueden mirar, nada tengo que ocultar.

Besos derramados o deslizantes, como los prefieran.

Y disculpen la erección que provocaron estos sentimientos. Siempre me pasa lo mismo cuando me desnudo.

Qué difícil.

lunes, 9 de agosto de 2010

Viejos conocidos



Ana: ¿desde cuándo ese amor?

Luis: desde hace años.

Ana: ¿y por qué me lo dices ahora?

Luis: no sé, creo que tenía miedo a tu reacción.

Ana: ¿ya no lo tienes?

Luis: bueno…digamos que dejó de importarme.

Ana: lo siento, pero debo decirte que hace tiempo que estoy enamorada de otro hombre.

Luis: ¿y qué puedo hacer?

Ana: no lo sé.

Luis: ¿desde cuándo ese amor?

Ana: desde hace años.

Luis: ¿y por qué me lo dices ahora?

Ana: no sé, creo que tenía miedo a tu reacción.

Luis: ¿ya no lo tienes?

Ana: bueno…digamos que dejó de importarme.

Luis: lo siento, pero debo decirte que hace tiempo que estoy enamorado de ti.

Ana: ¿y qué puedo hacer?

Luis: no lo sé.

sábado, 7 de agosto de 2010

Renovarse o...o no pasa nada, tampoco hay que ponerse estupendos siempre



Pues nada, que me apetece escuchar esta canción. Sólo eso.

Y, bueno, ya de paso me cuentan qué les parece el cambio de imagen.

Pues eso, que muchos requetebesos para todos, mis queridos habitantes de bloguilandia.

martes, 3 de agosto de 2010

La orilla



No me dio tiempo, os lo juro.
Pasaba por allí, desocupado, ausente, extraño como siempre, huyendo de lo que soy… y no pude reaccionar.
Apenas me di cuenta.
Se había tirado desde el puente.
No podía creerlo.
La vi caer y llegar al río.
Oí un ruido seco al chocar con el agua.
Me asomé a la barandilla. Su cuerpo ya no estaba y el agua mantenía un susurro acorde o conforme, no logré distinguirlo.
No supe qué hacer.
Salí corriendo.
Atrás dejé un silencio que preparaba un nudo en la garganta de aquella madrugada.
Un par de días más tarde, leyendo la prensa en un bar, vi la noticia. Había dejado una carta de despedida que el periódico decidió transcribir:

No creáis que quiero morir, amo la vida, a la vida. No sé si lo que voy a hacer tras concluir esta carta es un acto de rendición o de heroicidad. Me da igual la consideración que le deis. Lo cierto es que no me apetece continuar, así de sencillo. No hay por qué darle más vueltas ni sacar a relucir esa depresión de la que me habla mi psiquiatra. Todo eso son cosas mías y nada tiene que ver con mi decisión. Creedme. Amo la vida, a la vida. Siempre le pedí que me regalara momentos únicos e inolvidables, pero se empeñó en concederme, una y otra vez, obviedades que se marchitaban en unas horas. Nada excepcional, lo sé. A todos nos sucede más o menos lo mismo. Por eso os digo: no hay por qué darle más vueltas, no me apetece continuar. Me tiraré desde el puente hacia el río. Saldré luego a la superficie, nadaré hasta la orilla y me quedaré allí un rato. Quién sabe, a lo mejor entonces pasa algún desconocido, me besa en la boca y cambio de opinión. Siempre he pedido momentos únicos e inolvidables…luego concluiré esta carta…

Tengo la ropa muy mojada. Me voy a cambiar.
Adiós


Cerré el periódico. Pedí una copa. La imaginé en su casa, casi desnuda, ingiriendo las pastillas que le produjeron la muerte algo después de doblar una carta que introdujo en un sobre. Quizá llegó a ver la sombra que yo era en su vuelo hacia el agua, hacia la vida. Quizá estuvo un buen rato en la orilla, esperando.
Antes de que le entrara sueño, la imaginé cerrando aquel sobre, humedeciéndolo suavemente con sus labios. Los míos dieron un trago largo a la copa que tenía sobre la mesa donde yo estaba desocupado, ausente, extraño como siempre, huyendo de lo que soy…