martes, 21 de diciembre de 2010

Feliz Navidad





Mis queridos habitantes de bloguilandia:
Cierro el chiringuito durante unos días. Probablemente hasta que pase toda la Navidad, siempre ella tan huracanada como entrañable. Dejo la puerta abierta y sobre la mesa del salón mantecados y anís. Pásenlo bien y canten muchos villancicos. Servidor gozará varios días de vacaciones que serán aprovechadas para meterle mano, directamente y con descaro, al desorden impresentable que habita en mi biblioteca. Tengo que convencer a mi Lolita para comprar alguna estantería más, ojú…deséenme suerte. Dónde la voy a poner, una vez conseguido el consentimiento conyugal, es otra aventura. He de buscar un rincón donde mis libros y yo quedemos monos cuando nos hagan la foto de promoción de alguna novela mía que vaya a ganar un premio de esos que son tan rimbombantes en el mundillo literario y en el mundo en general. ¿Que no? Todo se andará…
Insisto: pásenlo todo lo bien que puedan. Ojalá no les falte nadie en estas fechas. Si así no fuera, intenten poner énfasis en el recuerdo y dejen atrás los olvidos. Al fin y al cabo, entre unos y otros, entre los olvidos y recuerdos, median siempre las palabras. Busquemos aquellas que sean las que menos daño nos hagan. Invoquemos a las palabras amables.

Feliz Navidad.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Sin nada que decir...



Por razones bien felices, que en su momento contaré, reviso durante estos días todas las entradas de mi blog. Curioso, gratificante ejercicio. ¿Reconozco mi escritura en cada pequeño relato escrito? ¿Me reconozco, por tanto?
Sí, me reconozco.
Escribir y mentir son para mí actos incompatibles. Quizá lo haya dicho ya en alguna ocasión. Escribir y mentir son actos incompatibles y mentir nada tiene que ver con fabular.
La sinceridad, cuando se da, puede ser malinterpretada. Así le puede suceder, por ello, a la frase que continúa. No me supone esfuerzo alguno, o contratiempo, o dificultad escribir una entrada. La mayoría de ellas están escritas en menos de media hora, casi sin pensar en lo que voy escribiendo, dejándome llevar por el lenguaje (como ahora hago) y sin pararme a estudiarlo. Hace años le leí a Umbral que para ser escritor hay que sentirse transparente, dejar que el idioma nos traspase sin que la sombra del escritor se vuelque sobre el papel. Yo escribo de cara al sol (sin connotación política, no vayamos a liarla) porque el sol me da de cara durante toda la mañana en mi estudio (cuarto de baño en su origen) y mi sombra queda, pues, tras de mí. A veces me vuelvo y la veo allí, sobre el suelo siempre, vaga que es ella, fumadora, algo cinematográfica.
Sí me cuesta un trabajo enorme, sin embargo, dar con una historia, saber sobre qué escribir para ponerme a hacerlo. Es por ello que cuento, en tantas veces, acontecimientos propios y no ficcionales. Algunas de mis entradas han sido las que tomé como retos literarios (ideas sugeridas por amigos que entran aquí o entradas nacientes a partir de frases leídas en otros blogs).
He parado aquí un par de minutos. No sabía cómo continuar.
Continúo ahora, pero lo hago de cualquier modo porque aún no sé cómo continuar. He puesto en mi ordenador la canción que acompaña a esta entrada… sólo te pido que mi espacio llenes con tu luz…eso es lo que os pido, lo cual no está mal como petición.
¿Y ahora qué, Juanmita? ¿Qué vas a escribir en este momento, tras esta interrogación? Difícil, a veces, saberlo con tanta antelación. Estoy esperando que suene en mi móvil la llamada del cristalero que vendrá a reponer un cristal que Domingo rompió hace un par de días. Le reñimos, sí. Pero no pasa nada al final: de algún modo, el mundo está para romperlo, para hacerlo añicos si fuera posible, irreconocible. A lo mejor él lo sabe ya y sus cuatro años de vida le dan para ser valiente. A la mierda el cristal. Ya veremos qué rompemos la próxima vez, mi querido niño, porque prometo romperlo contigo…el futuro algún día llegará…del presente qué me importa la gente si es que siempre van a hablar…sigue llenando este minuto de razones para respirar
Lo único que me va a costar trabajo perdonarte, mi vida pequeña, mi ídolo, mi mito con cuatro años, es esta mañana en la que me he tenido que quedar esperando al cristalero. Así las cosas, no he podido ir contigo al cine, que es donde te han llevado hoy en el colegio. Tu madre, que sí está contigo, me ha llamado para decirme que estás disfrutando como si fueras un niño de casi cuatro años. Ya me contarás dentro de un rato. Pero bueno, no he dicho nada: la culpa es del cristalero. Ea.
¿Ven? Vuelvo a caer en la trampa. Ya vuelven a aparecer por aquí mis cosas, mi niño, mi Lola, Adela (a la cual no he nombrado, pero la tengo en mis ojos, leo y escribo a través de los suyos…sombra pequeñita que me da mi reina).
Así no hay manera de ser un escritor serio.
Voy a recoger del suelo a mi sombra y le propondré que se duche conmigo. Es por sentirme menos solo. Igual por eso escribo sin saber muy bien, casi nunca, hasta dónde narices me conducen las palabras escritas.
Besos para todos porque sin vosotros, sin la luz volcada, este espacio no tendría sentido, mis queridos habitantes de bloguilandia.

martes, 14 de diciembre de 2010

Una tarde distinta



Por imperativo laboral, contra el hábito, Lola y yo no trabajamos juntos en la tarde de ayer: a ella le tocó trabajar, a mí descansar (hoy será al contrario). Esto me permitió estar toda la tarde con mi hijo Domingo (Adela se quedó con su abuela).
La comenzamos viendo una película que a mí terminó entusiasmándome y que a mi gordito, por momentos (los momentos en que no me estaba dando la vara), también: Vicky el Vikingo.
Nos arreglamos luego, a eso de las cinco, y nos fuimos al parque. Una vez allí, llamé a la abuela para que viniera con mi reina. Me vio la pequeña desde lejos, vino hacia mí como en un anuncio de esos en que dos amantes corren al encuentro por la orilla del mar y, al llegar a mi altura, pasó de largo corriendo hacia el columpio en el que ya estaba su hermano. En fin.
De todos modos, no quedó mal la escena: Adela se dio cuenta del estado depresivo en el cual había quedado su padre y, antes de llegar al columpio, dio media vuelta y, entonces sí, se tiró en mis brazos para darme sus indescriptibles besos de amor, que así hemos dado en llamarlos. Un buen rato de parque y columpios con ambos. Como de esos ratos muchos no tengo, nuevamente por imperativo laboral en mi caso, por colegial en el de ellos, los saboreo desgranando cada segundo que pasa. Cuando Adela ríe, yo sé qué es lo que merece la pena en la vida.
La abuela tenía un compromiso, se fue con la niña y Domingo y yo volvimos a quedar solos sobre las siete de la tarde. ¿Qué hacemos, chiqui? ¿Damos un paseo?, ¡Vale! ¡Y hablamos!,
Claro, chiqui, y hablamos…
Así que comenzamos a caminar. En todos los escaparates se detenía el señorito, de todo tenía una pregunta y yo, al menos hasta ahora, para todo tengo una respuesta.
Mis paseos siempre tienden a un mismo lugar: una librería que me queda más o menos cercana. Hasta allí llegamos. No puedo comprar libros en estos días porque pronto están al caer los regalos navideños y todos (todos los que tienen a bien pensar en mí a la hora de un regalo) saben que son los libros los únicos detalles envueltos que verdaderamente me ilusionan. Así que, para no fastidiar, me fastidio yo sin comprar mientras espero que vayan cayendo. Por no adquirir alguno que luego me vaya de nuevo a encontrar, es obvio. Lola me tiene absolutamente prohibida la compra de libros en diciembre. Sí cayeron un par de coches (para Adela tenemos que comprar otro, papi, que si no llora) en miniatura que eligió Domingo. Coches de la Guardia Civil elegidos por él sin influencia alguna por mi parte. Ni para bien, ni para mal.
Frente a la librería, hay una floristería. Parece que vivo en París, ¿verdad? Allí entramos a comprar una bellísima Flor de Pascua, que aún no teníamos este año. Y camino de vuelta a casa.
Un camino lento porque Domingo, aprovechando que su padre tiene algo de experiencia radiofónica, se empeñó en que fuera retransmitiendo, según maneras de la radio deportiva, sus hazañas por un pequeño borde saliente de una valla de un colegio que, si bien tendría unos veinte metros de longitud, su buen cuarto de hora nos llevó dejarla atrás. A todo esto, el contacto telefónico con Lola jamás fue olvidado. Un contacto telefónico casi adolescente, la verdad.
Entramos en casa sobre las ocho y media de la tarde. Baño al niño. Lo dejo estar a sus anchas en la bañera un buen rato. Lo saco y lo seco. Le hago una foto recién peinado para enviarla al móvil de la madre y hacerle, de ese modo, menos tediosa la jornada laboral. Le preparo la cena. Se la doy yo porque está muy cansado (Domingo es de siestas de tres horas y hoy no la ha tenido). Le digo que me espere en el sofá, que me voy a poner el pijama. Y así, en pijama los dos y calentitos en la estufa, Domingo se queda dormido sobre mi brazo a las nueve y media de la noche.
Llamo a Lola. Charlo tranquilamente con ella. Quedan tres horas para que llegue a casa, donde aparecerá tras haber recogido, dormida ya, a mi querida Adela, mi reina.
Cojo un libro que estoy releyendo con devoción: “Filomeno, a mi pesar”, de ese escritor enorme que llamose Gonzalo Torrente Ballester. Hace algunos días, Antonio Muñoz Molina (otro enorme) escribía en su blog que le pedimos a la literatura que nos dé algo más que literatura. Inesperadamente, el libro mencionado de Torrente Ballester me dio este párrafo: “Imaginé que, cuando se es hijo de un padre de los corrientes, ni senador, ni viudo, ni hombre importante, el padre nos lo da todo hecho, con un pequeño margen de libertades que se emplea en pillerías veniales, y sólo cuando se acaba la función del padre empieza la verdadera libertad, que consiste en hacer lo que uno desea, pero sabiendo previamente lo que puede y lo que debe desear”.
Dejando aparte esa gran definición de la libertad (de la única posible una vez asentamos que la libertad es imposible), me pregunto cuándo concluirá mi función de padre, si habré sabido darle a mis hijos lo que sin pedir me piden. Si sabré hacerlo bien y, por tanto, si lo habré hecho bien.
No lo sé. Dejo de planteármelo casi inmediatamente. Abro un vino. Me pongo una copa. Sigo leyendo hasta que llega Lola, quien se alegra al ver la Flor de Pascua sobre la mesa. Adela viene dormida en sus brazos. Las miro. En mi retina aún quedan restos de lo que he sido durante toda la tarde: un niño libre y feliz.