jueves, 23 de octubre de 2008

Las preposiciones malditas



A cien metros de un barrio residencial, ante los ojos de Dios, bajo un sol pobre a punto de caducar, cabe el cementerio donde habitan sus antepasados, con la piel morena de quienes vivieron ocultos, contra la mirada de quienes volvemos la cara, de familias imposibles, desde cualquier país del mundo, en el extrarradio de la ciudad astuta, entre ratas negras que aprendieron hebreo, hacia la nada miserable y rota, hasta que los siglos concluyan, para vergüenza de quienes nos preocupamos por el diseño y la modernidad, por los rincones clandestinos del edén, según van desaguando las aguas fecales de los barrios altos, sin que tengan respuestas ni puedan preguntar, so pretexto de mezquindades inmobiliarias, sobre una tierra árida que han rodeado las vías de alta velocidad, tras constatar que subrayan la palabra “progreso”.
Allí, en el arrabal de chabolas tristes y cansadas, vive José, gitano viejo, sabio y patriarca. Cada mañana se levanta a la seis en punto, enciende un cigarro en la cama, se viste con cuidado de no despertar a su mujer, Angustias. Abrigo grueso de paño desgastado, mascota color gris desconsolado, bastón recio, madera de olivo antiguo, botas para poder caminar durante siete leguas, siete vidas, siete lunas, siete promesas cumplidas que hizo a la medalla de su Virgen del Rosario. Coge la garrafa vacía y se dirige hacia la fuente que hay en la entrada del cementerio. Antes de llenarla con el agua de la que bebe el ciprés, donde se diluye el alma, cumple con el ritual de visitar el lecho sagrado de sus padres y de un hijo que se le murió hace tres años. Con la heroína vino también el SIDA, dijeron los médicos. ¿Quién se atreve a defender que la muerte nos mide por igual?, contestó el gitano herido.
Regresa después con la garrafa llena de agua fría y limpia. Entra en el poblado, con sus ojos verdes otea la amanecida. En su casa de uralita y cartón le espera su nieto Juan Diego, como el padre que murió. Todos los días, el niño de ojos verdes y alegres se lava la cara con el agua de la fuente. Después, su abuelo lo acompaña al colegio.

lunes, 20 de octubre de 2008

Un secador

Hacer una entrada a un secador es, de entrada, algo raro. Lo sé. Pero hay una explicación: el secador es para mi hijo un objeto preciado. ¿Por qué? No tengo ni idea. Intento entender a mi hijo en todo, pero el ser humano es complejo, aunque tenga tan pocos centímetros. Ni siquiera puedo recurrir, por ejemplo, a la existencia de algún familiar con peluquería que estuviera dando al niño esa vocación.
El secador es lo primero que pide nada más abrir los ojos y despertar. No lo pronuncia bien. Bueno, no al menos como nosotros lo hacemos. Tiene dos variantes, "er dó" o "ardró", que usa indistintamente. Y ya no se conforma con que le demos uno: exige tener cerca los tres que hay en casa. Es más: un día tuve la feliz idea de enseñarle fotografías de secadores sacadas de Google y, desde entonces, el ratito sobre la mesa viendo esas fotos comienza a formar parte de nuestras costumbres más asentadas.
Supongo que este objeto está siendo su primer modo de acercarse al mundo e intentar dominarlo. Debe ser demasiado grande este puñetero mundo para quien ni siquiera llega con la nariz al borde de la mesa. El secador forma parte del conjunto que maneja y abarca. A ese conjunto también pertenecen el auricular de un teléfono, dos trapos de limpiar el polvo, un CD de Epi y Blas (que mi niño pide como "piblá"), la crema que le damos en el culito y un bote pequeño de colonia Nenuco. Con todo eso va tirando, va creciendo siendo un niño feliz.
¿Son pocas cosas? Pues tampoco sé. ¿Cuántas cosas de las que hay en cada uno de nuestros conjuntos de personas mayores son necesarias e imprescindibles? Mejor no pensarlo mucho, que a lo mejor nos salen los colores.
Quienes tenemos hijos sabemos que todo aquello que les rodea es tan sencillo como extraordinario y apasionante. Tan apasionante como promete ser, desde luego, ver cómo aumenta el conjunto de objetos que necesita el niño para continuar creciendo. Os lo digo con franqueza: no tengo nada mejor que hacer que sentarme a su lado y esperar resultados. Si tengo suerte y estoy atento, terminaré por hacer mío su mundo, entrando en él para comprobar, desde allí, cómo saben los besos que le daremos a mamá y que le gusta ver cómo lo quiere su padre.


jueves, 16 de octubre de 2008

Estar solo, estar con Lola



Reconozco que siempre me pasa lo mismo: cuando no tengo nada que decir, o nada de lo que escribir, acudo a Lola. Aquí estamos, un pelín tirados en el sofá de un hotel. No recuerdo si descansábamos tras venir de algún lado o si hacíamos tiempo antes de ir para otro. Sólo sé, sólo me importa, que me gusta tenerla cerca. Ya he escrito en otra entrada que no sólo vivimos juntos, también trabajamos juntos: veinticuatro horas juntitos durante algunos años ya, siete creo. Me da igual, no son más que datos estadísticos.
¿Hay algo que no sepamos el uno del otro? Supongo que sí, valiente aburrimiento si no hay lugar para la sorpresa. ¿Hay algo que nos ocultemos? Pues espero que también: que Lola se confunda con mi piel al igual que yo con lo suya no significa que nos hemos fundido como metales en aleación. Hay lugares propios a los que no puede llegar, tal vez ni siquiera deba hacerlo, nadie, ni siquiera la persona que, con suerte y así lo pido a los dioses, nos acompañará hasta el final.
Yo, por ejemplo, no comparto con Lola mi soledad. Eso sería, para empezar, una contradictio in terminis. Pero sería también, para continuar, un engaño por mi parte: no puedo, no quiero, renunciar a la pasión que tengo por estar solo. Soy, antes que nada, un tipo solitario. Lo fui literalmente (quién sabe si también literariamente, como un personaje de mí mismo que yo mismo hubiera creado) durante muchos años y jamás me pesó. Debe ser duro estar solo sin querer estarlo. Yo no lo sé, nunca me pasó eso. Yo estuve solo porque busqué y encontré la soledad. A ella le debo casi todo lo que soy, lo que doy y lo que recibo. Gracias a la soledad puedo leer, escribir, escuchar la radio...acciones todas ellas imprescindibles en mi vida.
Llevo toda la mañana solo. Lola ha salido temprano. Ya está cubierta mi dosis diaria de soledad. Ya la echo de menos.

sábado, 4 de octubre de 2008

Lugares comunes




Las canciones no se olvidan. Cierto. Las canciones no se olvidan y todas nos llevan a otro lugar, a otro tiempo en el cual fuimos lo que ya no somos, lo que talvez no volveremos a ser.
El bolero me llegaba de lejos. Algún vecino, irritado con el dial, había decidido que la música de aquella emisora era la adecuada para lograr un poco de paz. “Qué importa saber quién soy, ni de dónde vengo ni hacia dónde voy…”, cantaban Los Panchos la noche en la que Julia se marchó. Hoy, ahora, vuelvo a oír esa canción que no sé si entonces fue casual o si Julia, para armarse, eligió premeditadamente justo antes de decirme adiós.
Huelga decir que no lo sospechaba, fue un golpe bajo en toda regla. Jamás le di importancia de psicólogo a la desgana que mostraba ante mi conversación. Su falta de deseo siempre me pareció una actitud lógica después de tantos años juntos. Que decidiera buscar trabajo no lo consideré mal, al fin y al cabo sería una ayuda para fin de mes. Que le diera por leer me pareció extraño, pero supuse que necesitaba entretenerse cuando pasaba tantas horas sola y la lectura no le haría mal. Que cada día hubiera más comida precocinada en el frigorífico me irritaba un poco, pero soy un hombre razonable y enseguida pensé que se trataría de una mala racha. Seguro que todo pasaba pronto y recuperaríamos la normalidad.
Reconoceré que las primeras noches en las que no vino a cenar por motivos laborales me descolocaron. ¡Joder con el trabajo! ¿acaso no teníamos bastante con mi sueldo? ¿aún necesitaba más? Luego llegó el momento en el cual me dijo adiós. Había conocido a otro hombre, un compañero, las cosas que pasan, el trato cotidiano, que lo sentía mucho y todas esas sandeces. Tenía preparada una pequeña maleta y, tras decirme que volvería a recoger todo lo demás, se fue sin más.
Me asomé a la calle y vi que subía en un coche que la esperaba. Ya volverá, pensé, no va a encontrar a otro hombre que la quiera tanto como yo. Al igual que hice aquella noche, hace ya ocho años, voy a cerrar la ventana.
Tengo frío y, además, no puedo seguir oyendo esa maldita canción.

miércoles, 1 de octubre de 2008

Paul Newman



El fallecimiento de Paul Newman ha reducido, de modo dramático, el número de hombres guapos que había en el mundo, lo ha dejado a la mitad. Con la marcha de Paul, me he quedado yo solo. Es una tremenda responsabilidad, pero no crean que me tiembla el pulso o que no puedo dormir. Pasar de ser número dos a número uno es algo que me motiva, aunque haya sido un ascenso provocado por la pérdida, tan triste, de mi colega.
Paul y yo nunca nos hicimos la competencia. Él siempre fue un buscavidas al que no le importó el color del dinero, forjó lo que llamaron la leyenda del indomable apagando un coloso en llamas con la misma naturalidad con la que cuidaba gatas sobre tejados de cinc. Nos gustaba coincidir en vacaciones para organizar lo que, para nosotros, era el golpe: timábamos a estafadores malvados que así lo merecían. Este año, aunque aún no habíamos decidido la víctima ni nos faltaban candidatos, íbamos a dar nuestro golpe en Sevilla, en la Casa Grande. El plan aún tenía flecos sueltos: tras la fechoría (que sería poco más que una travesura, no me mal interpreten), él quería huir aprovechando la velocidad del metro-tren-centro-tranvía, o como se llame, pero yo le decía que eso sería nuestro particular camino a la perdición. Lo llamé al móvil y le dije: “Mira, Paul, lo mejor es que salgamos pitando por la calle Zaragoza, bajemos por Reyes Católicos, crucemos el puente y nos perdamos por Triana. Búscalo todo en el Google, ya verás que es un buen plan. Y luego, ya a salvo, nos tomamos una cervecita en la calle Pureza o en Pelay Correa. O unas sardinitas en el chiringuito de la calle Betis, que te va a gustar”.
¿Sabes, Paul? Cuando vea sobre Sevilla el azul de su cielo, recordaré tu mirada. Te voy a echar de menos, viejo amigo, siempre me gustó pensar que tú y yo éramos algo así como dos hombres y un destino.