jueves, 30 de julio de 2009

La radio de los blogueros y otros besos...



Queridos habitantes de bloguilandia:

En primer lugar van mis disculpas por mi ausencia en las últimas fechas. Una semana con bronquitis y a continuación cinco días sin Internet (por no sé qué cosa de un cable) han sido las causas culpables. Todo solucionado ya, tanto mis interiores como los de mi ordenador.

En segundo lugar un anuncio: este blog estará algo parado durante el mes de agosto. Volverá en septiembre con imagen renovada. Me apetece cambiar. Siempre me ha gustado cambiar, me lo pide el cuerpo y no suelo tener reparos en ello. No se trata, no, de aquello de renovarse o morir porque no tengo intención de ninguna de las dos. Sólo será un cambio, no hay por qué complicarlo más. Renovarse o morir…qué duro nos lo ponemos a veces, ¿verdad? Yo prefiero hacer ruido, como en la canción, y luego ponerme a cantar. Otra canción que pongo a toda leche en mi coche, camino del trabajo. Cualquier día de estos no llego, no por accidente fatal, sino porque estas canciones me mueven a volar para escaparme. Tiene esta canción de Joaquín Sabina (con la mágica Olga Román) una frase para mí memorable: “Hubo un accidente, se perdieron las postales…” Sin palabras.

En tercer, y último, lugar una invitación. La misma de tantas veces: os invito a escuchar el viernes 31, de 19:05 a 20:00 –hora made in Spain, península y Baleares-, uno de los mejores programas de la radiodifusión actual: La Radio de los Blogueros, en Punto Radio. Ya se sabe, y si no se sabe se sabrá en cuanto continúen leyendo estas letras, que se puede escuchar a través del 93.0 de la F.M. (en Sevilla y gran parte de la provincia) o en http://blogs.abcdesevilla.es/laradiodelosblogueros/, desde donde llega nuestro programa a cualquier rincón del mundo y página desde la cual se pueden enviar los comentarios que luego leemos durante la emisión en directo. El programa de este viernes es especial: despedimos la temporada hasta septiembre. Nos vendrá bien un descansito agosteño para renovar fuerzas e ideas. La ilusión no se renovará porque no ha decaído ni un solo segundo durante todos estos meses. Cuando se da la coincidencia bondadosa de que un programa de radio lo elaboran un grupo de cuatro amigos, os garantizo que es un placer de altura. Durante este tiempo hemos sentido de todo: alegrías y decepciones, nos hemos autocriticado y nos hemos animado también, hubo tertulias que fueron una balsa de aceite y otras que, sí, se nos escaparon un poco de las manos, se nos cayeron entrevistas a última hora y siempre encontramos algún amigo bloguero dispuesto a ayudarnos con esos contratiempos. Aprender es siempre algo maravilloso, pobre vida la de quien no lo vea así. Aprender es acertar y equivocarse, es llorar y reír. Aprender es vivir y viceversa. Yo creo, estoy plenamente convencido de ello, que le hemos ido cogiendo el punto poquito a poco.
Nos acompañará en el estudio quien fue nuestro primer director, alma del programa. Mi querido amigo Fernando García Haldón. Tengo ganas de darte un abrazo, te echo de menos.
Aparecerán blogueros dedicando canciones a otros blogueros. No estarán mis queridísimos compañeros habituales, Natalia y Ali Trujillo, pero les llegarán nuestros abrazos.
Y, finalmente, le daré un par de besos a mi chica favorita: Teresa Puig. La directora del programa merece triunfar en la radio, su risa en antena es imprescindible. Gracias, mi querida Teresa, por dejarme estar a tu lado haciendo esto, eso, que tanto nos apasiona. Gracias por tu complicidad y por hacerme cómplice, que es lo mismo que hacerme feliz. ¿Sabes lo mejor, querida mía? Que no estamos más que en el principio de todo…

domingo, 19 de julio de 2009

La lluvia, los momentos, las sombras...



No pulsen aún el "play". Luego daré la orden y la razón. Ya sé que esta entrada es de una extensión mayor que la recomendable en un blog. En cualquier caso, son dos los motivos que me impulsan a publicarla: el primero es confiar en que muchos amigos de esta casa están ya de vacaciones y tienen más tiempo libre para detenerse a leer; el segundo es compartir con todos el que fue, el que es, el primer relato que escribí en mi vida. No sé cuánto tiempo puede tener, unos quince años, año arriba, año abajo. Lo publico tal cual fue escrito, sin modificar nada. Hoy lo habría escrito de un modo muy parecido, evitando algunos momentos en los que se puede perder la lectura, no sé, no sé...En cualquier caso, tampoco ocupa un tiempo muy extenso. Coincide una lectura tranquila con la duración del Adagio que acompaña, más o menos. Den, ahora sí, al "play" y si quieren hagan la prueba.

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Sí, es así: hay un momento en la vida en el cual, necesariamente, tiene que llover.
De la tradición oral, del mundo tal y como lo entendieron y dejaron explicado nuestros antepasados, hemos heredado la vieja idea de que, en verdad, en la vida hay un momento adecuado para cada cosa, para conjugar los verbos según el tiempo que corresponda, para ordenar la agenda y almorzar la comida recién hecha, para soñar despiertos o hacer limpieza general, para hacer esto y no lo otro mientras pasan los días en el calendario colgado en la pared, marcado con círculos en rojo que no nos van a dejar olvidar la fecha exacta de un aniversario o un examen final, que nunca tuvo perdón el olvido y después es difícil explicar los motivos que nos impidieron volver la mirada una vez más. Que hay un momento en la vida en el que volvemos la mirada buscando el gesto maternal, porque nos hemos quedado sin palabras y sólo tenemos un lenguaje balbuciente, entrecortado y primerizo, que huele a cuna y es inútil para definir qué nos pasa. Que hay quien no entiende la lucha por dejar atrás tantos recuerdos que hieren mortalmente, que resbalan por el alma y la dejan arañada, hecha un despojo y para tirar. Que también hay un momento concreto en el que nos paramos a pensar, nos damos cuenta de que hemos envejecido y quedan lejos las grandes ilusiones, las noches en vela porque alguien que amamos ni caso nos hace, porque ya no tenemos esa risa abierta y despreocupada que utilizábamos para que huyeran los fantasmas, para que los malos momentos, inevitables y demoledores, retrasaran su llegada hasta la próxima semana, en algún jueves deleznable que no estuviera marcado y, sin otro mejor quehacer, nos ocupáramos de quien llora a nuestro lado, de la soledad que somos (porque somos soledad y palabras, una sombra que cambia durante el devenir de las horas, un deseo que tenemos, unas manos sutilmente maltratadas, alguien que duerme en los momentos que hay para dormir) y ahora nos rodea, provoca que nos exiliemos hacia lo que eran paisajes desconocidos donde conviven la desgana y la pasión, habitados por el eco de los nombres, por lo que pensamos en el desorden pensado en la madrugada de cualquier bar, por los momentos en los que, como ahora y con necesidad, sobre Mauricio a resguardo en un umbral esperando a Ana, cae una lluvia profunda y vertical.
No hay por qué opinar. Bien cierto que no es ciencia suficientemente demostrada esta teoría de los momentos, que en tantas ocasiones escapan cuando andamos distraídos en nuestros asuntos, en proyectos para el futuro, en cuidarnos de reprimendas, en hablar más allá de lo que el buen gusto aconseja, en entender qué coño sucede. Todo esto es irrelevante en la historia que les voy a narrar, no le importa a Mauricio al extender sus manos para lavarlas con la lluvia limpia y amable que cae, intentado borrar, siendo imposible, el olor que Ana tenía, el que dejaba sobre su cuerpo, desnudo y exhausto tras la caricia, la mano abierta y primitiva de la mujer que había amado durante los últimos doce años de su vida. Mauricio sabe que aún tardará en llegar, pero ha llegado con tiempo suficiente porque nada mejor tenía que hacer, por pensar en Ana sin que alguien lo pudiera molestar y verla de nuevo allí donde la conoció, un encuentro casual en el mercado, ocupados en algo tan cotidiano como esperar turno para comprar fruta, tal y como vio a veces en películas aburridas de sobremesa. Tal vez, piensa hoy con ironía forzada, un encuentro así sea la causa insospechada que cada día nos mueve a llenar la bolsa.
Bien cierto que no podemos elaborar ciencia calculada de los momentos, pero eso aquí da igual. Nos basta con saber que Mauricio y Ana, en una hora concreta de un día y un año que nunca quisieron olvidar, se miraron por primera vez. De esa mirada original, poco podemos destacar. Fue un simple vistazo de Mauricio hacia una mujer que aquella mañana parecía que se había vestido al azar, que se le habían pegado las sábanas, como se dice en expresión al uso, y con prisa, aún medio dormida, salió de casa sin peinar, que se había vuelto para contestar a la pregunta que, elevando el volumen de su voz, había hecho aquel hombre alto y desgarbado, quien, por más que quisiera, no pudo disimular la timidez propia de su carácter cuando le dio las gracias tras indicarle Ana que ella tenía el número cuatro. Cómo, a partir de ahí, comienzan a vivir y estar Mauricio y Ana, es algo de fácil invención. Vuelven a coincidir en la salida, junto a la caja registradora en el momento de pagar la compra, de llenar la bolsa. Llueve ahora sobre la mirada triste y humilde de Mauricio al recordar que le ofreció su ayuda a Ana para transportar parte de todo lo que ella había comprado, que era demasiado para que lo pudiera llevar sola y Mauricio, en momentos así, procuraba ser un caballero, esa cosa que actualmente hay que ser y escribir con cautela, no vaya a ser que la confusión y majadería que caracterizan a los tiempos que corren señale también, con índice inquisidor, términos que no guardan intención oculta, que Mauricio y quien les cuenta su historia, hombres libres de toda sospecha, garantizan que cualquier segunda lectura, todo intento de buscar tras la palabra utilizada lo que no hay, no satisfará a quien en ello ponga su empeño.
Ana, agradecida, invita a Mauricio a tomar un café después de dejar las bolsas en el coche. Cómo, a partir de ahí, comienzan a hablar los dos hasta este día en el que llueve con descaro y misericordia, es algo que ya no necesitamos inventar. Porque las primeras palabras capaces de acercar a dos desconocidos, Mauricio y Ana hace doce años, son aquellas usadas con soltura desde la infancia, palabras de quita y pon que podemos intercambiar con sus sinónimos, que aprendemos con asombro en los primeros días de colegio y repetimos siempre sea cual sea la cuestión a tratar, vivir al día con un conjunto cerrado de palabras que tal vez llegaremos a escribir sin faltas de ortografía. Gracias por su ayuda, dijo Ana cuando, ya sentados en la cafetería, comenzaba a caer, coincidencias que suceden en este tipo de relatos, una lluvia similar a la que hoy moja las manos extendidas de Mauricio, que espera la llegada de Ana apoyado en una puerta elegida sin motivo alguno que podamos reseñar, probablemente con la única e inconsciente finalidad de verla aparecer a lo lejos. Esas manos elegantes, poco trabajadas, de Mauricio, llamaron la atención de Ana desde el primer momento, acompañaban su discurso, la trivialidad de lo contado, abriéndose al aire para prolongar el efecto de una broma o suavemente dejadas sobre la mesa cuando varias horas después, tras usar el teléfono un par de veces y quedar libres de las ocupaciones previstas en aquel día, continuaban allí, hablando ahora con cercanía y sin caer en el tuteo, usando ya no aquellas palabras colegiales de compromiso, sino otras traídas con intención y coquetería, que eran necesarias y les servían para descubrir las pequeñas verdades de la vida. Porque la vida está llena de pequeñas verdades que podemos definir, sin duda, como un encuentro lingüístico, el hallazgo de una palabra que nos conmueve el corazón. Una palabra en la acera o en el dormitorio, atrincherada con seguridad en su significado, que aparenta cordialidad y espera pacientemente, ordenada entre las miles del diccionario y sabedora de nuestra ignorancia, el momento sublime del descubrimiento. Confío en la palabra y acudo con frecuencia a salvar alguna ahogada en un cuenco de vino, al barro de los libros, a una gramática que tengo como terapia, que uso con urgencia desesperada y trato con devoción. Confío en la palabra y ante ella me inclino, tras ella me oculto, le cuento mis secretos con otras palabras que también conoce, la arropo en las noches que está sola y hace frío, soy fiel y sabe bien, la palabra, que no puedo mentir. Cómo reconocer la palabra que buscamos, la que llega y nos susurra al oído una pequeña verdad, es cuestión que jamás trataron los tratados, ni los que versan sobre el tema ni otros. Es cuestión, entonces, que queda a la discreción de cada cual, al estar atentos y preocupados, al azar de todo lo que pasa y la suerte que la vida, a cada uno, ha de deparar.
Que toda historia tiene un final y tantas no comienzan es algo que ya sabíamos por el cine. Conscientes ambos de esa realidad, Mauricio y Ana se contaban historias recuperadas del pasado porque poco a poco, sin premeditación, conversaban como amigos de antaño que se hubieran encontrado tras años de separación y querían saber el uno del otro lo que habían hecho durante ese tiempo. Porque de lo que la educación y buenas maneras obligan a interpretar entre dos desconocidos, pasaron a lo que en el mundo que nos rodea, tan ajeno él a todo lo que importa, tan simple y a salvo de cualquier osadía, se suele llamar “intimar”, que no es sino mirar a los ojos del otro con sinceridad, descartando que la hipocresía y los desengaños acumulados, el miedo que da lo que tenemos alrededor, el vuelo frágil y azul de los sueños, las huellas dejadas en la cama, los caminos recorridos, las flores pisadas, los restos del naufragio que somos, la simpatía con la que nos saludan al pasar, los domingos por la tarde, los martes al desayunar, todo lo incomprensible, el final de los cuentos, el paso de ese viejo aliado al que llamamos tiempo, los libros leídos y los gestos usados, la ropa de saldo y temporada, la comida compartida, el amor a punto de salvarnos y que antes se marcha, las preguntas absurdas, la vida creciendo en tierra de metáforas, el duermevela en la ciudad, las causas comprometidas, lo que ignoramos, nuestros primeros pasos ante las risas de papá y mamá, las canciones que acompañaron una cita, la espera del autobús, la nostalgia y la almohada blanca, el sexo descubierto al salir de casa, descartando, digo, que el dolor metido en el alma, que todo lo que nunca fuimos y jamás seremos, se interponga entre las miradas. Sí, intimar, qué cosa…
Asómense sin pudor, aparten un par de palabras para verlos allí al fondo contagiándose costumbres, olvidado en la calle el mundo que traían dentro de sus bolsillos. Las horas continúan y los periódicos permanecen abiertos dentro del decorado que montaron, donde pronto bajará el telón para volver a subir en la habitación de Ana, en un piso alquilado al que llegan los dos para desnudarse con impaciencia y seguridad, dejando una luz tenue arrinconada mientras sus cuerpos, ya desnudos, se atreven, se tocan, la mano primitiva de Ana recorriendo el pecho y la erección, dejando sobre Mauricio un olor que, hasta entonces, desconocía, que le era imposible describir si no era acudiendo a la circunlocución estúpida, a imágenes inventadas, a lugares del idioma en los que nunca puso un pie el ser humano, tierra virgen de la lengua sobre la que llueve con amargura y puntualidad. Lluvia que, definitivamente, no ha borrado el olor de aquellos años, la rendición sin condiciones de Mauricio y Ana en una cama desordenada. A veces se cruzan las miradas, se detienen un instante, piensan en el otro para comprobar si hay alguna parte, si hay algún momento en el que coincidan con ellos mismos, dar así un sentido a esto que sucede de manera tan inesperada, a esta unión de cuerpos que entregaron las armas, Mauricio dentro de Ana, gemidos, saliva, besos cortos que pretenden disimular la respiración entrecortada, que recorren con ternura y ansiedad la piel blanca, que se presentan aquí, que vienen ahora y los reparto entre estas palabras ora pequeños, ora cansados, para dar fe de que todo lo narrado es verdad, no vaya a ser que alguien frunza el ceño, se ría con maldad y muestre desconfianza. “Sin palabras, llegar a la palabra (qué lejos, qué improbable), sin conciencia razonante aprehender una unidad profunda,…”, dejó escrito con magisterio Julio Cortázar. Sin palabras, nombrar. Dar con un nombre para que luego, cuando Mauricio salga a la calle y Ana se asome al balcón para verlo caminar bajo la lluvia, cuando se han amado y saben que siempre se amarán, cuando eso que llamamos amor se ha instalado en casa con toda su carga de deseo y comprensión, lo puedan usar en su defensa. El nombre para que la soledad sea menor, para que Mauricio y Ana, en los momentos que escapan por andar distraídos en otros asuntos, puedan entender por fin qué coño sucede.
Han acordado que se volverán a ver esa misma noche, en la misma cafetería y con las mismas intenciones, para compartir los mismos besos y la misma zalamería, para ver cómo les ha ido en ese mismo día en el que se han conocido, durante las horas que estuvieron separados y ocupados cada uno en su labor. Ana es procuradora en un despacho de abogados, Mauricio es profesor de inglés un una academia privada. Sin embargo, no es esa su preocupación principal, sino la de concluir un segundo poemario de su creación, que ya tiene guardado el primero y este de ahora, escrito con poemas de rima libre que llegan al papel cargados de melancolía, parece que se resiste, que se rebela ante la forma, que ha decidido por su cuenta permanecer abierto porque nada nuevo hay bajo el sol y los versos, aquí, no apresan la vida en ese momento que tiene de metáfora, y Mauricio, entre otras cosas, se lo confiesa a Ana, y Ana, callada y atenta, lo escucha decir que no acierta con las palabras, que cae la tarde y, sin saber por qué, rompe los papeles, se duerme sin haber escrito nada. Es entonces cuando Ana enciende un cigarrillo, sonríe y le viene a la memoria el recuerdo de un niño que le escribía poemas de niños en el colegio, le ofrece su mano a Mauricio y le dice que no se preocupe, que ya verá cómo va saliendo todo sin que él mismo lo note y que a ver si le deja el libro que ya tiene escrito, a lo que Mauricio responde con decisión que jamás ha enseñado sus poemas, que no cree que sean buenos y le da un poco de vergüenza que alguien los pueda leer, A mí tu vergüenza me da igual, yo quiero leerlos para saber de ti, para ver el mundo desde el lugar en el que tú lo ves porque sé, con una certeza que nunca tuve, que te quiero, para confundirme entre las palabras que usas, para transformarme en el silencio que las rodea o en el olor que dejan las páginas al ser pasadas, para detenerme a respirar en una pausa entre versos, para aparecer en el momento anterior a ese en el que todo está perdido, que nada se podrá salvar, no sé, no me hagas mucho caso, son tonterías que tengo en la cabeza y he sentido la necesidad de decírtelas, ni un solo minuto de este bendito día ha pasado sin que tu nombre apareciera por él, Sabes, Ana, hoy tengo un miedo que no puedo reconocer, que nada tiene que ver con otros miedos y desvelos que padecí en mi vida, un miedo de ficción, un excusa para no pensar en lo que nos sucedió ayer, que creo que son años los que han pasado, que las horas se multiplicaron y hasta mis propios recuerdos son extraños si no pongo en ellos tu imagen a mi lado, dondequiera que estuve con otras personas cuya existencia desconoces, quiero volver a hacer el amor contigo, que tu cuerpo me toque nuevamente para aliviar el dolor. Porque a Mauricio le duele la vida, es una de esas personas a las que llamamos, dándonos igual, como si con ello dijéramos algo y no hacemos más que rondar por las zonas muertas del idioma, celosas de su intimidad, reservadas, cautas en sus opiniones. Fumador impenitente y hombre desencantado que, contrariando los consejos de su madre cuando le decía que anduviera siempre con la frente muy alta, pasea en las tardes de festivos con la mirada puesta más en sus pasos que en la gente de alrededor. Desencanto igual al del hombre viejo y arruinado, al de alguien que conoce la hora y el sitio exactos en los que la derrota va a llegar. Pertenece a la raza de los hombres que, al llegar la mañana, intentan olvidar los rincones oscuros que en la noche anterior buscaron para ocultarse, a la estirpe milenaria de quienes, despreocupados, han caminado y caminan bajo esta lluvia que ahora, doce años después de aquella conversación sobre poemas y amores, cae sobre Mauricio de forma solemne y ritual, en lo que espera la llegada de Ana y vuelve a pensar en todo el tiempo que estuvo con ella, repasando literalmente las palabras que se dijeron cada día, con la memoria abierta y dentro de ella los ojos negros de Ana, las pocas noches que no pudieron estar juntos, el cine en la sesión matinal, las copas de más, los poemas que vinieron después, los progresos de Ana en sus clases de inglés, el corazón en la mesa mientras hablan, el piso que decidieron compartir en el pueblo, la gripe anual, el otoño que llega y hay que cerrar la ventana, los hábitos adquiridos, la nostalgia como recurso en las horas bajas, la luz que entra en la habitación, el cuerpo que madura de Ana, Mauricio al mirarla, doce años de hule sobre la camilla, de alhucema impregnando las paredes, que saben a vino viejo, a pan duro cortado a navaja, doce años de noticias en la radio, de búsqueda entre las ruinas del alma por ver lo que se pueda reconstruir de lo que haya quedado en otras batallas, del sol en los bancos de la alameda, de las fotos por sorpresa para hacer una broma, para reír después, para limpiar el fondo y salir a la calle con la conciencia en paz, convencidos de que merece la pena continuar, que hay alguien en quien confiar y con eso basta, es razón suficiente, razón que Ana y Mauricio encontraron por azar, cayó en sus manos entrecruzadas y la cuidan para vivir doce años de buscada clandestinidad, de quietud y esperanzas, de momentos que han iluminado otros momentos, sin mirar a la gente que hay en la calle ignorando que la vida, en tantas ocasiones cruel e imposible, requiere devoción y es algo que a veces no acertamos a comprender porque le da por usar palabras que nos resultan desconocidas, que leemos con timidez o escuchamos de soslayo mientras el desconcierto va creciendo y parece que cambia el tiempo del mundo despreciando que somos, si acaso somos algo, quienes habitan en los silencios y desiertos, en las luces de la acera, en la mano abierta de un amante desesperado, entre cantos de sirenas y sueños privados, estoicos ante el frío, heridos de muerte, desolados, ahí haciendo fuerzas por mantener el pulso firme, con el olvido pegado al alma y algún hombre resistiendo porque no se le vaya de la memoria la mirada sabia y cobarde de una mujer que amó, el olor sin adjetivos de su cuerpo desnudo y lo guapa que ya está con sólo abrir los ojos y despertar. Cambia el tiempo del mundo despreciando a alguna mujer amante de un hombre que le ofrecía su más sincera amistad, la comprensión aunque no la fidelidad, el amor incurable, nunca la promesa eterna a esa mujer que, con el olvido pegado al alma, lucha por retener en la memoria la medida exacta del hombre que amó, el lugar limpio e inmaculado que, de ella misma y para él, siempre guardó en su interior. Doce años que han pasado mientras Mauricio y Ana únicamente se dedicaron a amar y nosotros no advertimos que todo sucedía a nuestro alrededor, que el movimiento, a fuerza de no ser percibido por andar pensando en otros asuntos, no nos dejó rastro alguno de las primeras caricias y los últimos besos, de las palabras que ya no están porque hemos vuelto, bien que quedó dicho, a un lenguaje de cuna que hoy nos resulta insuficiente, pequeño y aterrador.
Sí, es así: hay un momento en la vida en el cual, necesariamente, tiene que llover.
Ana dobla la esquina y Mauricio por fin la puede ver. Llora la gente que la acompaña. Podemos leer la noticia en el diario local de hoy: “Al mediodía de ayer fue atropellada en nuestra localidad A.M.N., de cuarenta y dos años de edad, cuando cruzaba el semáforo sito en la confluencia de la Calle Mayor con la Plaza de Santa Marta. La ciudadana falleció en el acto y testigos presenciales del hecho han comentado a este periódico que el coche se dio rápidamente a la fuga haciendo eses…”. Llora la gente que la acompaña, el cortejo fúnebre que pasa a la altura de nuestro Mauricio, de sus manos extendidas y que, por primera vez desde que la conoció, doce años de los que queda el tiempo en tiempo pasado y poco más, no entienden por qué no la pueden tocar. Es entonces cuando todo el peso del mundo, toda la tristeza imaginada, cae sobre Mauricio mientras piensa que también le debe llegar el momento, que no podrá vivir más tiempo bajo esta lluvia que cae con tanta fuerza sobre la calle empedrada, sobre los fantasmas que le acechan y los sueños vividos, sobre los vestigios y las esperanzas, sobre una palabra calculada, sobre un rincón de la Tierra, sobre los vientos que rodean, que empujan, que acechan a un alma demasiado cansada. Lluvia sobre los momentos, sobre las sombras, sobre el poder, para siempre derrotado, de su mirada que se apaga.
Dime, mi querida Ana, por qué no te puedo tocar.

domingo, 12 de julio de 2009

Dejar de respirar...y escribir.



Escucho esta canción (esta mismísima versión) cada día, en mi coche, camino del trabajo y sus circunstancias. Lo hago con el volumen a toda voz, pendiente de la carretera, quizá corriendo más de lo que debiera. O sin quizá. Vuela mi cabeza mientras conduzco al mismo ritmo que lo hace conforme voy tecleando estas letras. Sin parar, sin saber muy bien qué decir, qué pensar, qué imaginar. Sintiéndome libre, liberado, armado de recuerdos vencedores de olvidos, notando algún que otro dolor en cicatrices que, sí, están cerradas. Definitivamente. No soy un tipo marcado, sólo algunas señales delatan partes de mi pasado, donde no siempre fui feliz, donde no siempre sufrí, donde no siempre estuve, donde no siempre estuve donde debía estar. Escribo, escribo, escribo y os juro que no pienso lo que escribo, que no me detengo, que dejo a mis dedos esa labor mientras escucho la música de una de las canciones más impresionantes en la historia de la música moderna. Doscientos por hora. No hay miedo. Tampoco hay locuras innecesarias. No concibo locura más maravillosa que la que nace de lo que está previamente meditado. ¿Otras locuras? Ojalá estemos siempre libres de otras locuras, de aquellas que recrean en el cerebro alimañas tan invisibles como tocables. Doscientos por hora, escribo a doscientos por hora. A trescientos si la carretera y los caminos que abren mis letras lo permiten. Y paro, siempre, cuando encuentro un paso de cebra. Hay cosas importantes. Doscientos, trescientos por hora. Escribir es, para mí, una forma de amar. Y nunca pude renunciar al amor, a amar, a escribir mientras amo y me dejo amar. Escribir es gobernar sin necesidad de corrupciones ni amaños, es ir viviendo dentro de este mundo en el cual, antes de morir, nos vamos agotando. Escribir es un modo único, casi único, de caer en el agotamiento. ¿Casi único? Por supuesto, otra forma de caer agotados es la práctica del amor. Hacer el amor, decimos con pudor. Y el caso es que no me gustan otras palabras. No me gustan todas las palabras. ¿Escribo aquellas palabras que no me gustan? Bajo ningún concepto, ni siquiera cuando lo hago, como es el caso, dejándome llevar….Me he parado un momento. He releído todo esto que me ha salido sin respirar, un minuto sin respiración. Lo hago ahora, respiro, enciendo un pitillo. No voy a modificar nada. Vuelvo a coger velocidad. Talvez, algún día, mi coche me lleve al Hotel California, de donde nunca nadie puede salir. Espero que no. No quiero ya, quizá lo quise en otros años, sí, seguramente lo quise en otros años porque no concebía otra salvación. Pero eran otros años. Estos de ahora me tratan bien, no quiero renunciar a ellos. ¿Puedo no renunciar a todo aquello que quiero? Puedo luchar porque así sea, otro trabajo agotador. Y allí, en la lucha, sentir que no me he rendido, que no me vencieron, que escribo porque estoy vivo, que vivo para escribir, para luchar, para agotarme, para no respirar, para amar, para parecerme cada vez más a un loco, cínico, colgado y emergente que habita por algún lugar virgen de mi interior. A lo mejor tengo dentro el Hotel California. De ser así, ninguno de ustedes tiene necesidad de reservar. Tendrán su habitación siempre preparada. Podrán en ella dormir con tranquilidad.

viernes, 3 de julio de 2009

Vamos a beber...




Conocí la música de Silvio Rodríguez antes que la de Serrat, aunque no ha conseguido pasar el examen del tiempo con la misma intensidad que el catalán. Sin embargo, aquel impacto inicial fue de tal magnitud que aún me pongo a llorar cuando lo recupero de entre los laberintos de mi memoria, donde le tengo asignado un rincón de privilegio, con vistas a mujeres que amé. Cuando canto alguna canción de Silvio, siempre subo mi mano derecha al oído que ocupa ese mismo lugar.

Mi amigo Juan Fran me descubrió a Silvio. Escuchábamos sin parar su disco “Al final de este viaje”. De tan escuchado como lo tengo, podría cantar cada una de sus canciones al revés. Contra lo que sucede con Serrat, nunca he visto a Silvio en directo. En fin, algún fallo debía tener un servidor, la perfección absoluta es de lo más aburrido que se me ocurre.

Esta canción que traigo no está en “Al final de este viaje”. Lo sé. El caso es que no recuerdo en qué álbum está ni tengo ganas de ponerme a buscar. Sólo tengo ganas de escribir. Y escribo. Hace algún tiempo que un amigo argentino, y por tanto imprescindible, de este blog, puso en el suyo (http://esaotrapiel.blogspot.com/) este “El sol no da beber”. Escucharla y sentir cómo volcaba mi corazón fue todo uno.

A los tristes amores mal nacidos y condenados por su rebelión, daré algún día mi canción de amigo. Y fundiré mi vino con su vino sin perder el sueño por la excomunión. Y a quien me quiera incinerar los versos, argumentando un folio inmemorial, le haré la historia de este sol adverso que va llorando, por el universo, esperando el día que podrá alumbrar”.

¿Cabe acaso otra opción que no sea condenar amores por su rebelión? La rebelión es condenable. Condénenla. Vivan, quienes quieran hacerlo, a medias entre la pereza y la sumisión. Resígnense, quédense en este lado de la linde, sobre la tierra donde crece la mediocridad regada con agua incolora, inodora e insípida. No se rebelen, que es pecado, que es culpa, que es muy pesada la redención. Vivir es verbo primo hermano y sinónimo del sustantivo tranquilidad. Bien, es una premisa más. De una serie de premisas establecidas se deduce una conclusión, necesaria e inevitable como un movimiento que origina un jaque mate, aplicando las leyes de la lógica de predicados. Pero las premisas suelen ser un consenso. Incluso la primera premisa que aprendimos: “Todos los hombres son mortales”. ¿Desde cuándo morir es dejar de respirar? No se me ocurre ser humano que esté más vivo que Mozart. Y conozco a muertos que cada mañana se levantan para ir a trabajar.

La realidad es lo que ansío”, dice Silvio al final del vídeo. Yo, que ya voy teniendo edad para tomar decisiones serias, opto por agarrarme a esa frase como a un clavo ardiendo. Deja señales, lo sé. ¿Es posible vivir sin salir del intento con heridas? Vivan, quienes quieran hacerlo, donde campa a sus anchas el refranero ignorante y maldiciente (no diré los lugares comunes, que mi querida Adela me llamó la atención por reiterado y pesado). Yo espero a los otros, a quienes quieran traspasar la línea. Aun con miedo. El miedo es un buen amigo. Los espero con los brazos abiertos, con copa de vino llena para mí y por llenar a quien vaya apareciendo, bajo la sombra de una mujer que amo desde que supe su nombre propio, Lola…porque el sol no dará de beber, pero mi sed se satisface con sus palabras, con un cigarro que comparto con ella, con su mano sobre mi pecho y su cuerpo sobre el mío.

¿Qué satisface la sed de cada uno de ustedes?...