domingo, 27 de febrero de 2011

Diario de madrugada 2



Este diario forma parte de un programa de radio que pueden escuchar aquí

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La otra noche cerré este diario de mis madrugadas a medias entre lo inconsistente y lo pueril, un diario que es como un vuelo rasante sobre todo aquello que dejé sin barrer, como una hoja de plomo abatida por un desánimo animal que intimida a sus palabras, como un paseo desabrigado e inútil por los rincones donde tertulian algunos olvidos y otros recuerdos, lo cerré, digo, confesando sin espera de penitencia ni ganas de redención que no me gustan los caramelos de miel. Y lo cierto es que tampoco me gustan los caramelos de menta.

Por lo general, no me gusta todo aquello cuyo sabor pueda ser calificado como dulce, como suave o acaramelado. Por lo particular, huyo de lo que, ensanchando la capacidad harapienta de mis pulmones, me ayuda a respirar mejor. Cuando enciendo un pitillo descamisado y lo hilvano luego con otro sin corbata siempre termino pensando que respirar sólo sirve para vivir y vivir, en tantas ocasiones, no sirve para nada.

¿La vida, entonces, es algo que merece la pena? Me hace gracia la pregunta porque la pena, desde luego, sí es algo que merece la vida. Pero si obvio el laberinto o la maraña que siempre ocultan, o muestran, unos signos de interrogación, lo afirmo con rotundidad: sí, vivir merece la pena. Sólo me resulta válido lo que navega sin rumbo en el mar sin cuadrículas de lo inútil, lo que vuela ajeno a coordenadas perpendiculares, a satélites adocenados por su órbita y a los hilos que se empeñan en cercenar las alas de una cometa.

Lo otro, lo que sea útil, no me interesa. Lo útil no es más que el legado que dejarán a sus hijos institucionalizados quienes todo lo consiguen con un chasquido simple de sus dedos, quienes no ven más allá de un despacho o de un crucigrama, quienes joden de día y no lo hacen durante la noche, quienes consideran un conocimiento útil el manejo preciso de los cubiertos en una mesa, saber qué hora es en Pekín o Nueva York y adquirir la habilidad de recortar los sueños más cálidos para transformarlos en sueños bonsái, fríos y aburridos.

En el programa prólogo de este desván dijo un compañero que todo es más interesante con una copa en la mano. Si yo tuviera que elegir alguna frase como lema es fácil que ésta fuera la elegida. Para mí todo es más interesante con una copa en la mano, algo más con la segunda, casi medular con la tercera, nuclear con la cuarta y maravillosamente inútil a partir de la quinta.

Decían los viejos griegos que nada sale de la nada. Con ese error dieron por iniciada en la Historia la ciencia más inútil y, acaso, también la más hermosa: la Filosofía. Si aquellos griegos vinieran conmigo a los antros sin luz que frecuento, donde las copas a veces se toman y otras veces se palpan, verían que caminan a mi lado tipos que nacieron de la nada, que nada hablan, que nada miran. Son notarios de lo que sucede en la ciudad mientras duermen las familias felices y los peces del acuario. Nunca dirán nada, son tumbas sobre la nada, gente con un saber inútil, colegas que piden con educación una copa de algo con alcohol sin cubitos de hielo…y la toman tranquilos porque nada mejor, ni más útil, tienen que hacer.

sábado, 26 de febrero de 2011

Diario de madrugada 1




Me gusta la madrugada, pero no me gustan los caramelos de miel.

Me gusta la noche cuando la noche llega a ese momento en el cual consigue textura de pomada y ritmo de parpadeo, de pulso débil, de cuartilla desdoblada sobre la que me pongo a escribir. Es entonces cuando todo adquiere una tonalidad de vino taimado, un sabor a cicatriz abierta o a mermelada agria, un tacto caduco y un olor a flor recién cortada en la penumbra fría de un jardín casero, público o elemental.

Pero no me gustan los caramelos de miel.

Me gustan las horas altas de la madrugada felina, sus habitantes desheredados, quienes ocupan una baldosa lucífuga en mitad de una acera y deciden obviar los acontecimientos del mundo, los sueños domeñados o civilizados, las esperanzas fértiles, las manos dentro de bolsillos que guardan restos de monedas, botones descosidos y palabras sueltas de consejos sensatos a los que jamás hicieron caso.

Pero no me gustan los caramelos de miel.

Me gusta transitar por calles preñadas de luna nueva o creciente, doblar esquinas que no conducen a lugar alguno, tomarme algo de una botella cualquiera en cuya etiqueta no aparezca como componente el agua, abrigarme con bufandas desiguales y sin etiqueta, aminorar el paso si ha bajado esa niebla con consistencia vegetal entre la que se ocultan putas desencantadas y borrachos a contratiempo, taxistas con un pitillo colgante, solitarios con insomnio y punzadas, poetas con hambre y sin un mal soneto que llevarse a la boca, turistas acorralados, perros con aluminosis en la mirada y gatos que maúllan como si tocaran un violín desafinado.

Pero no me gustan los caramelos de miel.

Conocí en una ocasión a una mujer con arañazos salvajes en el corazón que los ingería de par en par. Me recuerdan a ella, los caramelos de miel, y por eso no me gustan, porque hay recuerdos que son como un buril tan doméstico como torturador, porque quizá sentí por ella un sentimiento cercano al amor y procuro olvidar de vez en cuando, como si le hiciera la manicura a mi memoria, el adiós disfrazado de un hasta luego que me dejó prendido del pomo de la puerta, sobre mi ropa quitada y desordenada, tras las urgencias que nos hicieron coincidir y bajo el colchón que aún guarda la forma de su cuerpo a su paso por allí.

Aquella mujer se llamaba Marta y necesitaba los caramelos de miel para disimular el aliento omnívoro con el cual siempre la sorprendía el amanecer. Cuando yo le daba un beso y los buenos días ya no necesitaba desayunar. Luego se duchaba, se tomaba un café y me preguntaba qué hacía sentado en el sofá. Yo la miraba desde sus pechos hasta su pelo mojado y le respondía que se lo estaba poniendo fácil a la digestión.

Allí me quedaba, sentado en el sofá, hasta que la noche volvía a caer con cuidado sobre los barrios marginados de la ciudad. Y así, con la noche entre los dos, Marta se desnudaba y mis manos se abrían. Ninguno recordaba entonces los caramelos que ella tenía en el interior del bolso que siempre tardábamos tanto en encontrar a la mañana siguiente, cuando los sueños huían y la realidad se derramaba con tanta lentitud que parecía elaborada con la misma miel que contenían aquellos malditos caramelos.

lunes, 7 de febrero de 2011

Una más



Nada. No ha podido ser de otro modo. He llevado a cabo varias pruebas, pero cuando se asienta lo inevitable cualquier experimento que procure evitarlo suele ser inútil. Y no es que huya de lo inútil. No, para nada. En verdad, suele moverme precisamente la inutilidad de lo que hago y escribo. Desconfío de todo aquello presidido por un propósito, de lo que se encamina sin remisión hacia alguna finalidad, de lo que tiene una explicación, una causa, un origen, un algo que responda sin fisuras a una pregunta.

Ayer celebramos el cumpleaños de Adela. Dos años de reinado. Merman mis dedos cuando escribo su nombre. Le doy cada mañana un cariño tan inútil como desinteresado. Cariño inútil, sí, he dicho bien. He dicho, al menos, lo que quería decir: no busco la utilidad cuando de amor hablo. O escribo. La amo cada milésima de segundo que va pasando y me digo que es inútil resistirme. Que se lleve mis palabras en su mochila y juegue con ellas en la guardería es lo más que pretendo. Juego inútiles, por descontado, que esos juegos son los más divertidos. Mi amor hacia Adela no persigue fin alguno, es un círculo cerrado entre ella y yo. Sus ojos son un derroche de ojos.

Y yo sigo aquí. Escribiendo con prisas porque tengo cita médica. Nada, una tontería. Aún me tengo que duchar, recoger la cocina, hacer la cama. Todo en un ratito. Tras publicar esta entrada inútil. Quería que no fuera así, mas no ha sido posible. La acompaño con música de Gary Moore, por cierto. Acaba de fallecer. ¿Y la muerte? ¿No es inútil la puñetera? Digo en su forma de actuar. Que suele ser muy torpe, vaya. Que casi nunca llega en tiempo y forma y ni por esas podemos decirle aquello de vuelva usted otro día. Que la odio, carajo. Que no quiero hablar de ella. La muy…

Sigamos. Me quedan unos diez minutos. Bueno, ya nueve. Aunque ustedes no lo notarán durante la lectura, ha pasado un minuto entre que escribí las palabras minutos y bueno. Ahora me ha dado por pensar qué título pondré a la entrada. Será una más. Por ahora, cada entrada de este blog es una más y no una menos. No me gustan las restas. ¿Qué es más útil o inútil: sumar o restar? Valiente pregunta insulsa. No me hagan caso. Esta entrada no tiene ninguna utilidad, es justo reconocerlo.

¿Qué es lo que estoy contando? Pues no lo sé, la verdad. Creo que nada. Bueno, siempre algo se cuenta, ¿no?: cumpleaños de mi gordita, que no me gusta la muerte, que tampoco me gusta lo útil ni restar, que voy al médico, que no es por nada importante, que tengo faena en casa. Vaya. Al final esta entrada será la de más contenidos entre todas las de este blog. Nunca se puede uno fiar.

El caso es que voy concluyendo. Veo la mano del tiempo sobre el pomo de la puerta. Lo gira y asoma la nariz. Ya voy con prisas teniendo en cuenta que presumo de puntualidad.

Ha sido inevitable. Por más que procuré que así no fuera. Naufragaron los experimentos y no vino la imaginación con salvavidas. Y lo cierto es que hace un par de noches soñé con una solución original, algo que tenía luz propia y que habría sido considerado como una genialidad por parte de todos ustedes. Pero no recuerdo ese sueño por mucho empeño que pongo, por mucho que cierro los ojos mientras escribo (que para eso aprendí mecanografía a conciencia). Así que nada: me rindo. Pongo el punto final. Lo siento.

Tras la entrada número doscientos, ha sido inevitable escribir la que será numerada como doscientos uno.

¿Cómo era aquel sueño? Ah, sí, algo voy recordando…

jueves, 3 de febrero de 2011

Donde habita el olvido...y el recuerdo



A la entrada número doscientos llega hoy mi blog. Ya pueden comprobar que, para ello, ha cogido un atajo. Nada nuevo, nada que no haya hecho desde el primer día: coger atajos.
Este blog es esencialmente eso: un atajo que toma su dueño para llegar donde no sabe si recuerda u olvida, donde los sueños devienen masticables y las palabras amueblan el salón. Me siento cómodamente sobre un sustantivo, pongo mis piernas encima de un adjetivo, me sirvo una copa de verbos sin hielo, abro la ventana para que se me aireen los complementos circunstanciales y comienzo a tertuliar con los pronombres, esos fantasmas.
Y busco atajos que a veces parecen rodeos. Pero no lo son. Hay frases que parecen meandros. Pero no lo son. Varias entradas tienen forma de laberinto. Pero no son tal. ¿Que me ando por las ramas? Que no, de verdad que no, que puede parecer así, pero que no. Lo abro cada mañana y me devuelve una imagen más precisa que aquella en la que se empeña el espejo del cuarto de baño, donde siempre me asomo despeinado o triste. Cuando llego aquí, cuando estoy frente a la pantalla donde habita el olvido, donde los recuerdos tienen vaivén de mecedora, ya vengo de allí, del cuarto de baño donde me adecento, donde despierto de algún sueño, donde cada mañana comienza la vida a la que me acerco mediante atajo al uso: este blog.
Este blog tiene mucho de mí. O yo mucho de lo que hay en él. No lo sé muy bien. Como tantas otras cosas que no sé muy bien. En él soy sincero. Hablo con frecuencia de lo mucho que quiero a mi Lola, aparecen mis niños, lo que escribo naciente de la…de la nada iba a decir, pero de la nada, nada sale, que decían los viejos griegos. En fin, lo que escribo naciente del todo, de lo que tengo y no tengo pero invento, de lo que soy y no soy pero quiero ser, de lo que sueño y no sueño pero queda pendiente de soñar, de lo que siento y no siento pero a veces me parece que lo sentí, de lo que pienso y no pienso ni me atrevo a pensar pero me agarro a la esperanza de llegar a pensarlo, de romper miedos, eslabones, nudos, no lo sé muy bien. Como tantas otras cosas que no sé muy bien.
Y siempre vosotros. Cada uno de los que vienen aquí, a su casa. Yo no sé cómo mirar estadísticas de visita y todo eso. Pero me consta, porque me lo dicen, porque me encuentro con gente que lo conoce, que leen este blog personas que no comentan nunca en él. Lectores anónimos, cabría decir. A todos ellos mi agradecimiento también naciente del todo que soy.
Y siempre vosotros. Quienes llegan, me leen y escriben comentarios a los que une un nexo común: el cariño que recibo. Gracias. ¿Alguien da más? Como tantas otras cosas que no sé muy bien, muy bien no lo sé. Ignoro si alguien da más, mas no quiero recibir más. Sin cariño, para qué mentir, el todo que soy es algo menos. Les pongo un ejemplo de mi Domingo, a quien tanto me parezco: cada mañana le gusta llegar el primero al colegio para ser el primero en la fila que forman antes de entrar en clase, ¿por qué?: porque así lo abraza y le da un beso su profesora (cuando el primero no es él, siempre lo es su compañera Carmen. A ella le pide Domingo, por favor, que le ceda su lugar. Y Carmen siempre accede. Adoro a esa niña). Pues más o menos eso es lo que vengo contando con respecto al cariño que necesito para ir tirando. Supongo que también necesito otras cosas, pero no lo sé muy bien. Sí: como todo aquello que no sé muy bien.
¿Qué no sé muy bien, por cierto? Cuando las preguntas tienen respuestas obvias, hay que desconfiar de ellas. De las preguntas, que son las que me interesan. La obviedad en la respuesta, aquí, viene servida: no sé muy bien lo que no sé muy bien. Fui un tanto socrático en otra juventud que tuve y me empeñé en afirmar el reconocido sólo sé que no sé nada. Pero me parece que hay algo de prepotencia en esa afirmación tan rotunda del Sócrates platónico y ya no estoy por la labor. También di de lado, ya que estamos, a los amores platónicos. Digamos que me acostumbré a tocar.
Y nada más, que se me alarga la entrada número doscientos. Hay atajos, eso sí lo sé, cuyo tránsito no nos conduce a lugar alguno.

Besos para todos.

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