martes, 12 de abril de 2011

Diario de madrugada



Porque en noches como esta la tuve entre mis brazos, mi alma no se contenta con haberla perdido...sé que yo era muy joven cuando leí estos versos de Pablo Neruda que intermedian dulces entre el amor y el desamor, estos versos que procuran sobrevivir en el interior inhóspito y varado de ese paraje que queda a medio camino de ambos sentimientos. Ese lugar, al fin y al cabo, donde el recuerdo es inevitable y el olvido necesario. Sé que debía ser muy joven porque, durante la lectura, se me cayeron dos dientes de leche que aún persistían tras el paso arcilloso de la infancia y porque llegué a sus versos finales habiendo superado, inesperadamente, un balbuceo en el habla al que me había acostumbrado desde los primeros meses de cuna.

Sin embargo, desde el primer momento y a pesar de que mi edad era un obstáculo, una edad sólo útil para conseguir con facilidad una erección tan espontánea como brutal y pétrea, tuve un conocimiento geométrico del significado con aristas de aquellos versos que son un mito y que, en tantas ocasiones, vuelven a mi vida como si tuvieran la naturaleza de un bumerán astillado.

Es por eso que acudo a ellos de vez en cuando. Lo hago, por ejemplo, cuando intuyo que un página a punto de comenzar en este diario tiene probabilidades precisas de concluir gimoteando pucheritos. Lo hago también, acudo desnudo a los versos, cuando se mueve con pudor la sombra de un adjetivo y advierto que tras ella, hacinada cabe otras ruinas y al acecho, hay una noche en la que mi alma no se contenta con haberla perdido. Es siempre una noche calcada a otra en la que una mujer estuvo entre mis brazos durante instantes tan breves como la duración de un pésame afectado o, acaso, durante horas elásticas sobre las cuales ambos conseguimos conservar el equilibrio, mirarnos a través de los visillos del deseo y enseguida hacer el amor sin red ni miedo a la caída.

Entre una noche y otra, entre la noche de sexos que concuerdan y la noche donde la soledad es de cera, planea como un imán la nostalgia. Se atraen esas madrugadas, se necesitan, se recrean la una en la otra, copulan en la distancia, aúllan, sueñan que se desvisten, imaginan un tiempo que llegará para unirlas, desgranan un momento pensado que las enlaza, inventan una palabra que actúe o funcione como conjuro vencedor, se alimentan con las huellas transparentes que va dejando a su paso la esperanza, son lo que no quieren ser: un campo de batalla donde la razón improvisa estrategias y el corazón ordena con cautela sus latidos.

Pero concluyen las noches y van a dar en amaneceres distintos. Es entonces cuando ambas siente una tristeza bosquejada en el alma: son conscientes de que nunca, la una noche a la otra noche, se tuvieron ni tendrán entre los brazos.

sábado, 2 de abril de 2011

Diario de madrugada



Cuando comenzó a llover en el interior varado de aquella noche que parecía asintomática supe que la lluvia, a veces, es necesaria. O mejor aún: supe que hay un momento en la vida sobre el cual, necesariamente, tiene que llover.

Cómo sea luego la lluvia, su calidad o cantidad, si cae en vertical o en cursiva, si vacila como el parpadeo del incrédulo o persiste como un resto arqueológico, si se aviene a razones o es desconsiderada, si obra con misericordia o deja charcos de rencor enconado... todo eso es secundario, todos sus adjetivos son irrelevantes, toda su personalidad es anecdótica. Lo nuclear, lo angular, es que hay un momento en la vida sobre el cual, necesariamente, tiene que llover.

Nada me motiva a numerar las páginas de este diario y casi siempre obvio detalles que lo asemejarían a un centro comercial o a un juego de mesa. Es por eso que no sé si aquella noche sin números ni detalles comenzó a llover antes de que ella se marchara o justo cuando cerró con suavidad la puerta, conforme bajaba con lentitud la escalera hasta llegar a la calle, levantar un brazo para llamar a un taxi tan desocupado como un animal saciado y subir a él con los ojos erguidos o supuestos, las manos calmadas y restos de carmín sobre algún gajo del alma.

Yo, desde mi ventana, la vi marchar entre gotas de lluvia que se deslizaban inermes por el cristal con magulladuras, bajo aquel aguacero remisible que embellecía el acerado municipal y difuminaba lo que procuraba atrapar el final lánguido de mi mirada.

Y tuve entonces la certeza inviolable de que aquella historia de amor acababa de terminar.

Se llamaba Helena y su cuerpo tenía forma de mar. Las palabras que nos cruzábamos entre copas o cópulas nunca tuvieron exceso de almíbar ni necesitaron ser buscadas en el fondo de armario de cualquier diccionario. Eran palabras ajenas a los sinónimos, palabras que emergían de su raíz original y mostraban un significado claro y preciso. Como si el idioma entero fuera transparente y nuestros cuerpos desnudos, abiertos y entrelazados no proyectaran sombra alguna sobre él.

No me dijo nada antes de irse. Sólo me miró con cierta ternura y supe que todo concluía como un verso final. Si alguien piensa que existen historias de amor que crecen sobre los campos en barbecho donde descansa todo lo eterno, sencillamente corre el peligro de cometer un error.

Había dejado de amarme, eso es todo.

Con el paso del tiempo, yo también dejé de hacerlo. Dejé de amarme. Apenas si me necesito. Ahora, cuando llueve, salgo a la calle y me doy un paseo sin paraguas por los huecos de mi vida. Llego empapado allí donde mis recuerdos tienen bajo techo a Helena y compruebo que sigue bien, la mar en calma y el horizonte despejado. Hay un momento en la vida sobre el cual, necesariamente, tiene que llover. Se trata de una limpieza. Algo así como volver a hacer el amor con un nombre propio y húmedo, con un adjetivo que ha de estar mojado para que no lo colmen la imaginación o el delirio, conjugando el tiempo verbal que conduce a un orgasmo y renovando la certeza inviolable de que si un complemento circunstancial la trajera de nuevo a mi puerta, la situara aquí mientras fuera continúa la lluvia, rompería con seguridad y violencia la ropa interior de las palabras prohibidas de mi idioma sólo para volverla a amar.