lunes, 31 de octubre de 2011

Ellos son...


así



y así

domingo, 30 de octubre de 2011

Mi colega y hermano Juanfran



Hoy, mis queridos habitantes de bloguilandia, me hace el trabajo mi amigo y hermano Juanfran, que ha publicado un libro de poemas (“Cabezabajo”, Edit. La oveja negra).

El Juanfran, mi Juan, enciende un pitillo a cualquier hora del día y bebe cerveza (bueno, a veces lo hace al contrario porque se me despista o porque va de poeta...enciende una cerveza y se bebe un pitillo tras otro), coge una servilleta de papel o saca un pequeño cuaderno y se pone a escribir.

Escribe sin más historia ni parafernalia mientras los demás, quienes estamos con él o sin él, seguimos a lo nuestro con los ojos de soslayo en sus letras.

Su mirada, entonces, se pierde en una tierra indomeñada de metáforas o imágenes entarimadas en una trastienda. Va escribiendo, va fumando, va bebiendo...cualquier día de estos una analítica médica de apariencia inocente le dará un nivel alto de colesterol en los versos y una acumulación de leucocitos amables, o de cualquier otra cosa, en sus manos que escriben, fuman y beben.

El viernes fui con mi Lola a la presentación del libro en el Palacio del Pumarejo (qué penita de edificio tan dejado, por cierto. Es soberbio hasta en su decadencia). Allí me reencontré con mi amigo y hermano Juanfran, con otros amigos y otros hermanos. Aproveché la coyuntura para golfear un rato esa noche. Con ellos a mi lado otra cosa no sé hacer ni quiero aprenderla.

Hace muchos años que mi amigo y hermano Juanfran se enamoró de mi amiga y hermana María (que para mí siempre ha sido la Pepa, pero bueno... La noche que vengo contando tenía una gastroenteritis que no se le quitó hasta que optó, con acierto, por dejar de beber Aquarius y pasarse a los botellines de cerveza). Se reencontraron y reinventaron justo en la noche de mi boda. Y ahí siguen los dos, entre poemas, fumando, bebiendo, queriéndose...y yo voy y los quiero a los dos también. Que siempre he sido muy cariñoso yo.

Mi Juan, que a todo esto viene la entrada, escribe así...


Hombres de ceniza

Aún en la tiniebla más encendida, ellos caminan con el óxido vencido de las farolas apagadas.

Huyen del amanecer que abre los postigos naranjas, llenando de cáscaras amargas los bolsillos de las calles.

Cuando el orden comienza a anudar corbatas, ya ensayan su voz partida de golondrina, impregnan el lento pañuelo del aire con gasolina robada.

Son hombres de ceniza, tienen sus historias el color del humo solitario. Sus miradas están cruzadas de trenes que nunca partieron, por eso la cicatriz como raíl de espanto que surca la risa sorda de su rostro.

El tiempo en sus manos es madera rascada hasta el infinito, una cerilla mojada que lamen los perros con sus encías atravesadas de paraguas rotos.

Derrumbados sobre los esqueletos de las iguanas, ruedan en la oscuridad que guardan tus ojos en el interior de una caja de fósforos.

lunes, 24 de octubre de 2011

Desnudo...una vez más



Llueve tras los cristales.

Tengo las ventanas cerradas y los libros alertas, la luz de un flexo encendida, macilenta, y la mirada que ha madrugado como acostumbra.

Jamás me gustó dormir.

Lo hago sólo durante cinco o seis horas cada día que va pasando y así, casi siempre despierto, voy dejando que la vida discurra como lo hace el agua de esta lluvia otoñal y deshojada tras los cristales: resbaladiza, sugerente, libre, dispersa, amable y limpia, caprichosa, elegante, acaso a nada de la rendición y siempre a bordo de un duermevela que a veces es maniqueo y otras veces conciliador.

Pocas veces hice lo que no me gusta y, por tanto, duermo lo inmediatamente imprescindible. Nada más. Mis primeros recuerdos lo son de angustias tan infantiles como existenciales porque tenía que irme a la cama y allí lo único que me esperaba era dormir: unas cuantas horas ajenas a la vida.

Soñar sí me gusta. Más de la cuenta y siempre despierto. Es cierto que no aparento la edad que tengo. A los cinco minutos de una charla conmigo, que ni siquiera necesitaría ser íntima o confesional, podría cualquiera aseverarlo. Yo sonrío con coquetería cuando me lo dicen. Pero hay momentos en los que esa sonrisa, sin que mi interlocutor caiga en la cuenta porque la tengo bien ensayada, es forzada.

O inútil: a mí, esa sonrisa detallada, no me engaña.

Hace pocos días que puse un punto y final. El de una novela escrita durante unos meses que han pasado con turbulencias. Un punto y final es, también, una metáfora o una necesidad. Un punto y final nunca se escribe de un modo inocente.

Ahora imploro una recuperación y una vuelta a empezar.

Me lo tomo con tranquilidad. Que no aparente mi edad no significa, obviamente, que no la tenga. Y para algo sirve: para no tener ganas de sufrir y, acaso, para saber cómo evitar el sufrimiento. El propio y el de los demás.

Difícil hazaña. Ir por la vida empeñado en no hacer daño a nadie suele reportar la consecuencia contraria: quien más, quien menos, sale herido. Y más cuando la torpeza o la mentira han campado a sus anchas, desatadas, casi irreprimibles.

Pero debo decir que la vida, al menos hasta la fecha, no tiene bemoles para vencerme. Supongo que algún día llegará una derrota. Pero no es hoy ese día que agazapado andará esperándome en algún recodo del calendario.

No, hoy no.

Lo único que sucederá hoy, dentro de unos minutos, en cualquier momento y de repente, es que llenaré mis pulmones con el olor renovado de la tierra mojada y eso sólo significará que hay que continuar porque está lloviendo, porque puedo y quiero respirar y porque tengo ganas de vivir.

Hace unos cuantos años que la vida puso a mi lado a una mujer sencillamente extraordinaria. Está aquí, conmigo, sin condiciones y atenta, entregada y fuerte, mirándome por si necesito su ayuda y llorando si no acierta a ofrecérmela. Te debo una entrada, mi Lola, bien sabes que te la debo...pero esta, hagamos las cosas con orden, tenía que aparecer antes. Me la debía a mí mismo para que la tuya no llegue sombreada o emborronada al papel que la contendrá.

Hoy es un maravilloso día de otoño. Balada de otoño...llueve, detrás de los cristales llueve y llueve.

Hoy no será el día de mi derrota.

Y mañana tampoco.

viernes, 7 de octubre de 2011

Domingo y Adela





Hace un par de noches, mi hijo Domingo (cuatro años y medio de hombrecito) me preguntó sin aviso previo, a bocajarro, qué diferencia había entre maldito y maldición. Y yo, sabiendo qué responderle, dudé entre varias opciones que acudieron a mi cabeza para ayudarme. No recuerdo muy bien mi explicación, pero no debió ser muy clara porque tras concluirla me dijo: ¿me puedes poner un ejemplo?
Entonces le conté que si yo deseaba en aquel momento que mañana él, mientras jugaba en el patio del colegio, se cayera, ese deseo sería una maldición y yo sería un maldito por haberlo pensado. A lo que añadí a continuación que no se preocupara, que yo no iba a pensar ni a desear eso jamás. Él zanjó la tertulia con un simple y contundente: ah, vale.
Y nada más.
Él siguió viendo dibujitos animados.
Yo llené mi copa de vino.
Franciso Umbral, a todo esto, tiene escrito que nuestros deseos nunca se cumplen porque los pedimos. Y los deseos no se piden. Se pide, en todo caso, el objeto deseado. Pero los deseos no se piden, se piensan.
Cosas de literatos, supongo.
El buen uso del lenguaje es algo que ha caracterizado a Domingo desde que hace un par de años aprendió a hablar. Cuando decía algo mal, cuando por ejemplo conjugaba un verbo incorrectamente, yo siempre le decía: perdona, chiqui, pero ese idioma no lo entiendo. Se quedaba entonces pensando y lo habitual era que rectificara con acierto sobre la marcha. El ejemplo más sorprendente fue cuando una vez dijo cabiera, lo miré, le dije que no entendía el idioma y, tras unos segundos en los que se quedó mirando al vacío, acertó en la forma cupiera. Tan cierta la anécdota como cierto es que necesito poner mis dedos sobre un teclado para escribir en este momento estas mismas palabras.
Adela, una mujercita de la que estoy enamorado, tiene un desarrollo lingüístico normal y no excepcional, como ha sido el de su hermano. Ella habla con esa media lengua de los niños de dos años y medio, pero su hermano siempre pareció Demóstenes. Hace unos días, Adela dijo algo mal (no recuerdo qué) y yo, desde la cocina, escuché decir a Domingo: perdona Adela, pero ese idioma no lo entiendo.
Continúe fregando platos y vasos, pero no pude evitar pensar (o desear) que esto de ser padre, al menos hasta la fecha, es algo que no estoy haciendo del todo mal.
La primera idea que me propuse que Adela tuviera clara es que su padre era guapo. Luego, no conforme, la convencí de que es guapísimo. Yo le preguntaba cómo es papá, ella decía apo, yo la miraba enfadado y ella rectificaba con un ilusionado y admirativo ¡ísimo!. No hace mucho me dio por enseñarle algo de urbanidad y le dije que las mujeres limpian y los hombres (con perdón) se tocan los huevos. En fin, no hay quien la saque de esa idea por mucho que su hermano, así es, la reconvenga diciéndole que de eso nada, que limpian los dos.
¿Otra curiosidad? Adela defiende, y eso nadie se lo ha inculcado, que las mujeres sólo beben cocacola y los hombres vino. Nada de intentar lo contrario. Que se enfada.
Domingo habla mejor que muchos adultos que conozco y Adela, cuando conoce algo nuevo, siempre pregunta cómo se llama (aunque ella, más o menos, dice: ¿omo e ama, papi?).
Les gusta el lenguaje y eso nunca es un mal comienzo.
Anda uno alejado de bloguilandia porque estoy en la revisión final de una novelita que he escrito.
Y nada más.
Me apetecía hablar de mis hijos.
A ellos está dedicada la novela.