miércoles, 23 de noviembre de 2011

Quédate...



Es tarde y llueve.

Tengo un par de yogures desnatados en la nevera. Si te asomas a la ventana podrás comprobar que la madrugada ha caído sobre los tejados ajados con acumulación de lastre y varias estrellas apagadas, que desafina como un concertista con artrosis y bosteza como un gato perezoso o una sombra sin vocación.

Es tarde y llueve.

Hay un par de cepillos de dientes sin estrenar y algunas palabras que a lo mejor te hacen reír. ¿Sabes? Cuando he dormido fuera he echado de menos eso: un cepillo de dientes al despertar y sonrisas asomadas al espejo del baño. Otras necesidades no tuve. También me he echado de menos a mí mismo, pero eso ocurre con tanta frecuencia que hace tiempo llegué a una conclusión: nada tiene que ver la almohada en la que no duermo.

Es tarde y llueve.

En la cocina debe haber fresas y seguro que podemos tomar una copa. Me apetece beber algo. Hay algunas horas durante el día en las que siempre es así. Las distingo de las otras, de las horas sobrias, en que siempre estoy despierto cuando quiero beber un ron desmotivado o un vino paciente y tranquilo. A veces el amanecer me sorprende así: con un libro cerrado sobre mis piernas y una copa a medias entre olvidos bosquejados y recuerdos disonantes.

Es tarde y llueve.

Podemos mirarnos a los ojos como si estuviéramos en un descampado o jugar una partida con dados que aún no he tenido tiempo de trucar, lanzar al aire frases sin sentido para que caigan leves como hojas de otoño que luego no nos importará pisar o acomodarnos en la concavidad de los silencios que se vayan sumando, los que se acerquen para arañarnos tan suaves como un osezno que quiere jugar, los que nos rodeen sin emergencia, los que acarician con manos inoculadas y nos alientan a besar al azar.

Es tarde y llueve.

Necesito ayuda para romper poemas que fueron escritos después de haberlos guardado en un cajón. Ya no me dicen nada. Bueno, a decir verdad, nunca me dijeron gran cosa. Los versos me salieron con textura de besamel y el ritmo que tienen ni siquiera deja agujetas en mis párpados o huellas de mis pisadas errantes en los caminos que transité. Mejor romperlos si logro encontrarlos y mejor aún si los rompemos juntos como niños en travesura, como amantes desaliñados, como colegas ofendidos o desconocidos sin compasión.

Es tarde y llueve.

Estaré pendiente de tus sueños como ahora lo estoy de tus ojos despiertos y perdidos. Guardaré una distancia de milímetros para que mi sombra no te ahogue y porque me gusta el resultado de tu piel justo en el instante anterior al que recibe la caricia con descaro, el tacto desgajado, el peso entregado del cuerpo al que te entregas, el volumen variable del sexo agazapado y la cadencia de tu alma tras derramarse. En esos milímetros que guardaré durante segundos inacabables debo confesarte que me quedaría a vivir para siempre.

Es tarde y llueve.

Deja el abrigo y ven.

Hay sitio para los dos.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Me la como, me la como, me la comooooooooooooooo!!!!!!!!!


Ayer tarde estaba en el trabajo. De pronto se me iluminó la tarde cuando recibí estas fotografías en el móvil...

Besos.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Hace frío...



Mi nombre es Juan Manuel, pero poco me importa. O poco debe importar cómo me llamo. Si apenas importa tantas veces aquello que elegimos, nada ha de hacerlo lo que es una imposición...aunque haya sido con cariño de padres primerizos y emocionados. Tengo más de cuarenta años y una vista excelente, los bolsillos casi vacíos y la cabeza llena de pájaros. Cada mañana, sin excepción y a primera hora, me siento sólo con la intención de escribir. Hay días en los que sé dónde quiero llegar con las palabras que escribo, pero en otras ocasiones, acaso mayoría, no tengo ni la menor idea.
Me dejo llevar, como es el caso en esta entrada.
Es así que el lenguaje le va dando forma al escrito, lo va modulando como si fuera de barro, juega ajeno a mi conciencia, vuela con libertad y sin tener en cuenta las condiciones climatológicas. Yo soy, entonces, alguien que deja de tener un nombre, quien cierra los ojos y se pone a teclear (escribo sobre un teclado, hace mucho que abandoné el buen hacer y la ayuda del papel), quien piensa en una mujer que lo quiere y en un vino que lo espera, el que me habita sin que yo lo pueda solucionar (imagino que otro verbo sería más apropiado, pero eso sólo es una irrupción de mi yo en este paréntesis. Algo que no tiene mayor relevancia. El lenguaje ha elegido el verbo “solucionar” y mi mano se abre para que no suponga frontera), el que se divierte mientras lo zarandean sus olvidos y sus recuerdos, quien escucha una música que logra emocionarlo y se deja ir donde las palabras habitan, donde los sueños se recrean, donde se diluye el lento devenir de las cosas, allá donde encuentre una botella de ron desnuda e impaciente, un revoloteo enloquecido de mariposas en el estómago y deseos urgentes que merecen ser atendidos ahora y no después.
El lenguaje es un inquilino al que no demando mensualidad, un cuerpo dispuesto a la penetración, entregado, ardiente, madoroso, inquieto, petulante por momentos, tímido cuando lo requiere la ocasión. Yo lo miro cara a cara, nos conocemos más o menos bien, nos guardamos fidelidad de amantes hieráticos o simplemente equivocados, nos esperamos en esquinas acartonadas o en descampados al paso apenas dobla la medianoche...esa hora en la que los besos son inolvidables, las manos nunca quedas y a los ojos les resulta imposible mentir. Y no mienten. Dicen una verdad y son capaces de mantenerla para siempre. Sí, para siempre...qué pasa, dicen los ojos.
Nunca me ha vuelto la espalda, al lenguaje me refiero. Bueno, sí: lo hace para desvestirse mientras yo lo contemplo. Es, entonces, un lenguaje cercano y transparente, embellecido por una luz a medias, estremecedor y altivo, canalla y navegable, envalentonado frente al desconcierto que lo rodea o mi osadía de principiante tan taimado como torpe, tan ido como enredado.
El lenguaje se emborracha a mi lado y me cuenta historias de amores antiguos y nuevos, secretos no admitidos por la confesión, confidencias enredadas entre mis cuerdas vocales, misterios calmados, axiomas pendejos, intrigas descoordinadas o poemas que jamás suponen una amenaza.
Yo me emborracho a su ritmo y procuro distraerlo con risas o curiosidades, pero no me lo pone fácil porque tiende más al trasiego que a la relajación. Es fuerte y no tardo demasiado en pactar una rendición que me permita trasegar con él en cantidades indecentes o indecorosas, seguramente perjudiciales para la salud del cuerpo que nos soporta a ambos. Lo cual, dicho quede, es algo que no pensamos o no nos importa.
Vivo al día y lo hago en una nube. Pero tampoco importa eso. Que cada uno viva donde desee o pueda. Vivo entre adjetivos que conforman un decorado ora amable, ora engreído. Vivo sin saber qué decir, qué hacer dentro de diez minutos...cuando todo sea un futuro en el que no vivo.

A nadie espero nervioso...y a quién le importa todo esto.


martes, 8 de noviembre de 2011

Lola




Repasando mi vida, actividad no sé si recomendable, me encuentro con varias fotografías. Para acertar con precisión la fecha en la que fueron tomadas he tenido que quitarme el anillo que llevo en el dedo anular de mi mano derecha y leer la inscripción que lleva grabada: 27-05-2005.

He podido elegir entre varias, pero me quedo con esta porque se la ve a ella y no a mí. A ella es a quien hay que ver. Ella es la que merece ser vista, ser mirada.

Hace un par de semanas que he concluido una novela de la que, confío, puedan tener noticias alguna vez. No ha sido fácil escribirla. Si algún día llegan a leerla, a algunos gustará y a otros no tanto. Yo me quedo con algo bueno: si para algo sirvo en la vida, ese algo es escribir. No porque la novela sea inolvidable (que lo es para mí), sino porque ha sido escrita en circunstancias personales complicadas y, sin embargo, logré llegar hasta su punto y final.

En su discurso de agradecimiento por el Premio Nobel, Mario Vargas Llosa dijo sobre su mujer que, incluso cuando pretende zaherirlo, no hace sino halagarlo diciéndole, más o menos, que no sirve para otra cosa que no sea escribir. Ya lo he dicho en otras ocasiones: escribo (y escribir es parte nuclear de mi vida) porque Lola está a mi lado y porque no sé hacer nada distinto. Vivo porque ella lo facilita. Y les aseguro que se lo pongo muy complicado.

Te quiero, querida Lola, pero sucede algo nuevo: estoy aprendiendo a quererte. Lo hago de un modo similar a como seguro aprendí a leer (tal y como ya lo está haciendo Domingo con esa facilidad que para nada nos sorprende): deletreando, deletreándote. Si me ves callado, ido, ensimismado mientras parece que veo la televisión, sólo es porque estoy rumiando las palabras nuevas que me estás eseñando a pesar de no merecerlas. Presumo de ser buen lector y, empero, se me pasaron sin ser leídas esas palabras en las que ahora me detengo para aprender a quererte como si te acabara de conocer.

La experiencia, créeme, es fascinante.

Me dirás que no querías esta entrada, pero bien sabes que siempre procuro hacer todo lo contrario de lo que me piden que haga o no haga. Incluso si me lo pides tú. Así supiste de mí aquella primera vez en la que lo último que pasó por tu cabeza es que algún día compartiríamos la vida. Y así me temo que será hasta el fin.