Los primeros juegos de mi vida fueron junto a él, que era un par de años mayor que yo. Fue un hermano para mí y como a un hermano lo quise. Luego, en la vida, hay un momento en el cual se notan esos dos años de diferencia: él entró a estudiar BUP mientras a mí aún me quedaban dos años de EGB (qué antañón suena todo, ¿verdad?). Nos separamos, obviamente.
Pero nos volvimos a encontrar más tarde, cuando dos años vuelven a no ser nada. Nos encontramos una noche, compartiendo estrellas y otras drogas, bebiéndonos el mundo, soñando que éramos otra cosa de lo que realmente éramos, componiendo quizá algún verso, cantando, riendo, pasando de todo, libres sin serlo…al fin y al cabo, estábamos aprendiendo a volar.
Una noche, estando yo en casa de Aurora, riéndonos porque acabábamos de hacer el amor y el resultado fue lamentable, llamaron a la puerta. Era Manuela, otra amiga. Se nos cortó la risa al ver su cara blanca: “me acabo de enterar de que han matado a Pedro. Ha sido Raúl, su hermano”. Raúl era un paraca que tuvo que dejar el ejército por padecer un tipo de esquizofrenia muy violenta, un tipo huraño con el que también yo había jugado, y mucho, en aquellos años colegiales. Una discusión familiar, un cuchillo de cocina, varias puñaladas mortales en el mismo rellano de su escalera. Fuimos corriendo hasta su casa, ya estaba allí la policía, una ambulancia, todo acotado, no pudimos pasar. La impresión que me dio saber que el cuerpo de mi colega estaba allí tendido, desangrado, muerto, cambió mi personalidad.
Lo enterramos dos días después, llorando como niños, quizá como lo que éramos. Nos fuimos luego todos a emborracharnos, pero no pudimos hacerlo. En un par de cervezas, nos fuimos yendo poco a poco, cada uno a su casa.
¿Por qué cuento todo esto? Porque ayer fui a mi pueblo, a casa de mis padres, y entrando en él con el coche vi a Raúl. No lo había vuelto a ver. Ha estado todo este tiempo encerrado. No sé qué pensé. No me dio tiempo a decirle a Lola “¡mira ese tío!, ¿sabes quién es?”, no me dio tiempo a pensar, a reaccionar. Iba caminando por una acera, solo, quizá con el peso de su hermano en la memoria. Ha cambiado muy poco, el muy cabrón. No sé, a lo mejor debía de haber acelerado, girado mi coche y atropellarlo. Obviamente, no lo digo en serio, sólo escribo lo que mis dedos me dictan ante la impotencia que sienten por saber que nunca lo van a estrangular.
De alguna manera, que a lo mejor otro día cuento, le debo a Pedro el trabajo que tengo, el que me ha dado la vida, el que me permitió conocer a Lola, enamorarme de ella y copular con un resultado fascinante: el nacimiendo de Domingo y Adela. Le debo lo que fui en la infancia, en la adolescencia y en esta madurez en la que uno va entrando. Hace muchos años de todo esto, no sé, quince o veinte, no lo sé ni me importa. No lo olvido. Y, lamentablemente, tampoco parece que pueda olvidar la imagen que ayer tuve. Pero os juro que haré un esfuerzo sobrehumano, hay cosas que, realmente, no merecen la pena, caras que han de quedar, para siempre, relegadas al olvido, junto a todo lo infame, todo lo negro, todo lo que ha causado un dolor mortal.