Mi memoria es lo suficientemente bondadosa como para permitir que, en su interior, cohabiten y coincidan, beban y duerman juntos, los olvidos imposibles y los recuerdos necesarios. O viceversa: los olvidos necesarios y los recuerdos imposibles. En cualquier caso, soy poco más que lo que nace de la conjunción de ambos.
Besos para todos, mis queridos habitantes de bloguilandia. Os espero en el nuevo blog, donde poquito a poco os iré enlazando (para lo cual no necesito permiso, ¿verdad?)
Tengo un par de yogures desnatados en la nevera. Si te asomas a la ventana podrás comprobar que la madrugada ha caído sobre los tejados ajados con acumulación de lastre y varias estrellas apagadas, que desafina como un concertista con artrosis y bosteza como un gato perezoso o una sombra sin vocación.
Es tarde y llueve.
Hay un par de cepillos de dientes sin estrenar y algunas palabras que a lo mejor te hacen reír. ¿Sabes? Cuando he dormido fuera he echado de menos eso: un cepillo de dientes al despertar y sonrisas asomadas al espejo del baño. Otras necesidades no tuve. También me he echado de menos a mí mismo, pero eso ocurre con tanta frecuencia que hace tiempo llegué a una conclusión: nada tiene que ver la almohada en la que no duermo.
Es tarde y llueve.
En la cocina debe haber fresas y seguro que podemos tomar una copa. Me apetece beber algo. Hay algunas horas durante el día en las que siempre es así. Las distingo de las otras, de las horas sobrias, en que siempre estoy despierto cuando quiero beber un ron desmotivado o un vino paciente y tranquilo. A veces el amanecer me sorprende así: con un libro cerrado sobre mis piernas y una copa a medias entre olvidos bosquejados y recuerdos disonantes.
Es tarde y llueve.
Podemos mirarnos a los ojos como si estuviéramos en un descampado o jugar una partida con dados que aún no he tenido tiempo de trucar, lanzar al aire frases sin sentido para que caigan leves como hojas de otoño que luego no nos importará pisar o acomodarnos en la concavidad de los silencios que se vayan sumando, los que se acerquen para arañarnos tan suaves como un osezno que quiere jugar, los que nos rodeen sin emergencia, los que acarician con manos inoculadas y nos alientan a besar al azar.
Es tarde y llueve.
Necesito ayuda para romper poemas que fueron escritos después de haberlos guardado en un cajón. Ya no me dicen nada. Bueno, a decir verdad, nunca me dijeron gran cosa. Los versos me salieron con textura de besamel y el ritmo que tienen ni siquiera deja agujetas en mis párpados o huellas de mis pisadas errantes en los caminos que transité. Mejor romperlos si logro encontrarlos y mejor aún si los rompemos juntos como niños en travesura, como amantes desaliñados, como colegas ofendidos o desconocidos sin compasión.
Es tarde y llueve.
Estaré pendiente de tus sueños como ahora lo estoy de tus ojos despiertos y perdidos. Guardaré una distancia de milímetros para que mi sombra no te ahogue y porque me gusta el resultado de tu piel justo en el instante anterior al que recibe la caricia con descaro, el tacto desgajado, el peso entregado del cuerpo al que te entregas, el volumen variable del sexo agazapado y la cadencia de tu alma tras derramarse. En esos milímetros que guardaré durante segundos inacabables debo confesarte que me quedaría a vivir para siempre.
Mi nombre es Juan Manuel, pero poco me importa. O poco debe importar cómo me llamo. Si apenas importa tantas veces aquello que elegimos, nada ha de hacerlo lo que es una imposición...aunque haya sido con cariño de padres primerizos y emocionados. Tengo más de cuarenta años y una vista excelente, los bolsillos casi vacíos y la cabeza llena de pájaros. Cada mañana, sin excepción y a primera hora, me siento sólo con la intención de escribir. Hay días en los que sé dónde quiero llegar con las palabras que escribo, pero en otras ocasiones, acaso mayoría, no tengo ni la menor idea.
Me dejo llevar, como es el caso en esta entrada.
Es así que el lenguaje le va dando forma al escrito, lo va modulando como si fuera de barro, juega ajeno a mi conciencia, vuela con libertad y sin tener en cuenta las condiciones climatológicas. Yo soy, entonces, alguien que deja de tener un nombre, quien cierra los ojos y se pone a teclear (escribo sobre un teclado, hace mucho que abandoné el buen hacer y la ayuda del papel), quien piensa en una mujer que lo quiere y en un vino que lo espera, el que me habita sin que yo lo pueda solucionar (imagino que otro verbo sería más apropiado, pero eso sólo es una irrupción de mi yo en este paréntesis. Algo que no tiene mayor relevancia. El lenguaje ha elegido el verbo “solucionar” y mi mano se abre para que no suponga frontera), el que se divierte mientras lo zarandean sus olvidos y sus recuerdos, quien escucha una música que logra emocionarlo y se deja ir donde las palabras habitan, donde los sueños se recrean, donde se diluye el lento devenir de las cosas, allá donde encuentre una botella de ron desnuda e impaciente, un revoloteo enloquecido de mariposas en el estómago y deseos urgentes que merecen ser atendidos ahora y no después.
El lenguaje es un inquilino al que no demando mensualidad, un cuerpo dispuesto a la penetración, entregado, ardiente, madoroso, inquieto, petulante por momentos, tímido cuando lo requiere la ocasión. Yo lo miro cara a cara, nos conocemos más o menos bien, nos guardamos fidelidad de amantes hieráticos o simplemente equivocados, nos esperamos en esquinas acartonadas o en descampados al paso apenas dobla la medianoche...esa hora en la que los besos son inolvidables, las manos nunca quedas y a los ojos les resulta imposible mentir. Y no mienten. Dicen una verdad y son capaces de mantenerla para siempre. Sí, para siempre...qué pasa, dicen los ojos.
Nunca me ha vuelto la espalda, al lenguaje me refiero. Bueno, sí: lo hace para desvestirse mientras yo lo contemplo. Es, entonces, un lenguaje cercano y transparente, embellecido por una luz a medias, estremecedor y altivo, canalla y navegable, envalentonado frente al desconcierto que lo rodea o mi osadía de principiante tan taimado como torpe, tan ido como enredado.
El lenguaje se emborracha a mi lado y me cuenta historias de amores antiguos y nuevos, secretos no admitidos por la confesión, confidencias enredadas entre mis cuerdas vocales, misterios calmados, axiomas pendejos, intrigas descoordinadas o poemas que jamás suponen una amenaza.
Yo me emborracho a su ritmo y procuro distraerlo con risas o curiosidades, pero no me lo pone fácil porque tiende más al trasiego que a la relajación. Es fuerte y no tardo demasiado en pactar una rendición que me permita trasegar con él en cantidades indecentes o indecorosas, seguramente perjudiciales para la salud del cuerpo que nos soporta a ambos. Lo cual, dicho quede, es algo que no pensamos o no nos importa.
Vivo al día y lo hago en una nube. Pero tampoco importa eso. Que cada uno viva donde desee o pueda. Vivo entre adjetivos que conforman un decorado ora amable, ora engreído. Vivo sin saber qué decir, qué hacer dentro de diez minutos...cuando todo sea un futuro en el que no vivo.
A nadie espero nervioso...y a quién le importa todo esto.
Repasando mi vida, actividad no sé si recomendable, me encuentro con varias fotografías. Para acertar con precisión la fecha en la que fueron tomadas he tenido que quitarme el anillo que llevo en el dedo anular de mi mano derecha y leer la inscripción que lleva grabada: 27-05-2005.
He podido elegir entre varias, pero me quedo con esta porque se la ve a ella y no a mí. A ella es a quien hay que ver. Ella es la que merece ser vista, ser mirada.
Hace un par de semanas que he concluido una novela de la que, confío, puedan tener noticias alguna vez. No ha sido fácil escribirla. Si algún día llegan a leerla, a algunos gustará y a otros no tanto. Yo me quedo con algo bueno: si para algo sirvo en la vida, ese algo es escribir. No porque la novela sea inolvidable (que lo es para mí), sino porque ha sido escrita en circunstancias personales complicadas y, sin embargo, logré llegar hasta su punto y final.
En su discurso de agradecimiento por el Premio Nobel, Mario Vargas Llosa dijo sobre su mujer que, incluso cuando pretende zaherirlo, no hace sino halagarlo diciéndole, más o menos, que no sirve para otra cosa que no sea escribir. Ya lo he dicho en otras ocasiones: escribo (y escribir es parte nuclear de mi vida) porque Lola está a mi lado y porque no sé hacer nada distinto. Vivo porque ella lo facilita. Y les aseguro que se lo pongo muy complicado.
Te quiero, querida Lola, pero sucede algo nuevo: estoy aprendiendo a quererte. Lo hago de un modo similar a como seguro aprendí a leer (tal y como ya lo está haciendo Domingo con esa facilidad que para nada nos sorprende): deletreando, deletreándote. Si me ves callado, ido, ensimismado mientras parece que veo la televisión, sólo es porque estoy rumiando las palabras nuevas que me estás eseñando a pesar de no merecerlas. Presumo de ser buen lector y, empero, se me pasaron sin ser leídas esas palabras en las que ahora me detengo para aprender a quererte como si te acabara de conocer.
La experiencia, créeme, es fascinante.
Me dirás que no querías esta entrada, pero bien sabes que siempre procuro hacer todo lo contrario de lo que me piden que haga o no haga. Incluso si me lo pides tú. Así supiste de mí aquella primera vez en la que lo último que pasó por tu cabeza es que algún día compartiríamos la vida. Y así me temo que será hasta el fin.
Hoy, mis queridos habitantes de bloguilandia, me hace el trabajo mi amigo y hermano Juanfran, que ha publicado un libro de poemas (“Cabezabajo”, Edit. La oveja negra).
El Juanfran, mi Juan, enciende un pitillo a cualquier hora del día y bebe cerveza (bueno, a veces lo hace al contrario porque se me despista o porque va de poeta...enciende una cerveza y se bebe un pitillo tras otro), coge una servilleta de papel o saca un pequeño cuaderno y se pone a escribir.
Escribe sin más historia ni parafernalia mientras los demás, quienes estamos con él o sin él, seguimos a lo nuestro con los ojos de soslayo en sus letras.
Su mirada, entonces, se pierde en una tierra indomeñada de metáforas o imágenes entarimadas en una trastienda. Va escribiendo, va fumando, va bebiendo...cualquier día de estos una analítica médica de apariencia inocente le dará un nivel alto de colesterol en los versos y una acumulación de leucocitos amables, o de cualquier otra cosa, en sus manos que escriben, fuman y beben.
El viernes fui con mi Lola a la presentación del libro en el Palacio del Pumarejo (qué penita de edificio tan dejado, por cierto. Es soberbio hasta en su decadencia). Allí me reencontré con mi amigo y hermano Juanfran, con otros amigos y otros hermanos. Aproveché la coyuntura para golfear un rato esa noche. Con ellos a mi lado otra cosa no sé hacer ni quiero aprenderla.
Hace muchos años que mi amigo y hermano Juanfran se enamoró de mi amiga y hermana María (que para mí siempre ha sido la Pepa, pero bueno... La noche que vengo contando tenía una gastroenteritis que no se le quitó hasta que optó, con acierto, por dejar de beber Aquarius y pasarse a los botellines de cerveza). Se reencontraron y reinventaron justo en la noche de mi boda. Y ahí siguen los dos, entre poemas, fumando, bebiendo, queriéndose...y yo voy y los quiero a los dos también. Que siempre he sido muy cariñoso yo.
Mi Juan, que a todo esto viene la entrada, escribe así...
Hombres de ceniza
Aún en la tiniebla más encendida, ellos caminan con el óxido vencido de las farolas apagadas.
Huyen del amanecer que abre los postigos naranjas, llenando de cáscaras amargas los bolsillos de las calles.
Cuando el orden comienza a anudar corbatas, ya ensayan su voz partida de golondrina, impregnan el lento pañuelo del aire con gasolina robada.
Son hombres de ceniza, tienen sus historias el color del humo solitario. Sus miradas están cruzadas de trenes que nunca partieron, por eso la cicatriz como raíl de espanto que surca la risa sorda de su rostro.
El tiempo en sus manos es madera rascada hasta el infinito, una cerilla mojada que lamen los perros con sus encías atravesadas de paraguas rotos.
Derrumbados sobre los esqueletos de las iguanas, ruedan en la oscuridad que guardan tus ojos en el interior de una caja de fósforos.