
Lola es mi esposa. Su llegada a mi corazón, puso orden en mi cabeza. Tiene un perfil egipcio, un carácter fuerte, un cerebro privilegiado para las matemáticas, una mirada limpia y una capacidad que envidio: cuando mira hacia atrás, al pasado, suele ver sólo lo bueno que le ha ocurrido. No viene al caso la historia, pero Lola ha vencido, literalmente, en duelo cara a cara y a pecho descubierto, a la Muerte (que venía la puñetera con su guadaña recién afilada y esa ropa negra tan fea que se pone)...y eso imprime carácter. Yo entonces no la conocía, ignoraba que había una jovencita de catorce años intentando sobrevivir en una cama de hospital y que, quince años más tarde, aquella jovencita ya transformada en mujer iba a tender, sobre mi vida, una red que la salvara de los triples saltos mortales que yo iba dando.
Llevamos ocho años viéndonos veinticuatro horas diarias: vivimos juntos (obviamente, modernidades las precisas), pero también trabajamos codo con codo. Y no, no estamos saturados el uno del otro. Somos amantes, nos amamos, pero también somos grandes amigos. Cuando llegamos al trabajo enfadados, los compañeros se dan cuenta en seguida. Al final, nos tenemos que reír. Como pienso que no hay nadie imprescindible, yo podría llegar al final de mi vida sin ella. Lo único que pasa es que no tendría ganas de hacerlo.
En la foto le da de comer a nuestro hijo. Es una foto animal, pura, la foto más hermosa posible. Antes de que llegara al mundo aquel homínido superdotado que descubrió el fuego, ya había una mujer dándole de mamar a su hijo. Criar a un niño es caer en la cuenta de que somos más animales de lo que pensamos.
Jamás le he jurado amor eterno. Eso, en mi opinión, es una trampa del cine. No me complico: sencillamente despierto cada mañana y, al verla a mi lado, me digo "la sigo queriendo, es un privilegio que me ofrezca su mano". Y le doy un beso y los buenos días.