Cuando comenzó a llover en el interior varado de aquella noche que parecía asintomática supe que la lluvia, a veces, es necesaria. O mejor aún: supe que hay un momento en la vida sobre el cual, necesariamente, tiene que llover.
Cómo sea luego la lluvia, su calidad o cantidad, si cae en vertical o en cursiva, si vacila como el parpadeo del incrédulo o persiste como un resto arqueológico, si se aviene a razones o es desconsiderada, si obra con misericordia o deja charcos de rencor enconado... todo eso es secundario, todos sus adjetivos son irrelevantes, toda su personalidad es anecdótica. Lo nuclear, lo angular, es que hay un momento en la vida sobre el cual, necesariamente, tiene que llover.
Nada me motiva a numerar las páginas de este diario y casi siempre obvio detalles que lo asemejarían a un centro comercial o a un juego de mesa. Es por eso que no sé si aquella noche sin números ni detalles comenzó a llover antes de que ella se marchara o justo cuando cerró con suavidad la puerta, conforme bajaba con lentitud la escalera hasta llegar a la calle, levantar un brazo para llamar a un taxi tan desocupado como un animal saciado y subir a él con los ojos erguidos o supuestos, las manos calmadas y restos de carmín sobre algún gajo del alma.
Yo, desde mi ventana, la vi marchar entre gotas de lluvia que se deslizaban inermes por el cristal con magulladuras, bajo aquel aguacero remisible que embellecía el acerado municipal y difuminaba lo que procuraba atrapar el final lánguido de mi mirada.
Y tuve entonces la certeza inviolable de que aquella historia de amor acababa de terminar.
Se llamaba Helena y su cuerpo tenía forma de mar. Las palabras que nos cruzábamos entre copas o cópulas nunca tuvieron exceso de almíbar ni necesitaron ser buscadas en el fondo de armario de cualquier diccionario. Eran palabras ajenas a los sinónimos, palabras que emergían de su raíz original y mostraban un significado claro y preciso. Como si el idioma entero fuera transparente y nuestros cuerpos desnudos, abiertos y entrelazados no proyectaran sombra alguna sobre él.
No me dijo nada antes de irse. Sólo me miró con cierta ternura y supe que todo concluía como un verso final. Si alguien piensa que existen historias de amor que crecen sobre los campos en barbecho donde descansa todo lo eterno, sencillamente corre el peligro de cometer un error.
Había dejado de amarme, eso es todo.
Con el paso del tiempo, yo también dejé de hacerlo. Dejé de amarme. Apenas si me necesito. Ahora, cuando llueve, salgo a la calle y me doy un paseo sin paraguas por los huecos de mi vida. Llego empapado allí donde mis recuerdos tienen bajo techo a Helena y compruebo que sigue bien, la mar en calma y el horizonte despejado. Hay un momento en la vida sobre el cual, necesariamente, tiene que llover. Se trata de una limpieza. Algo así como volver a hacer el amor con un nombre propio y húmedo, con un adjetivo que ha de estar mojado para que no lo colmen la imaginación o el delirio, conjugando el tiempo verbal que conduce a un orgasmo y renovando la certeza inviolable de que si un complemento circunstancial la trajera de nuevo a mi puerta, la situara aquí mientras fuera continúa la lluvia, rompería con seguridad y violencia la ropa interior de las palabras prohibidas de mi idioma sólo para volverla a amar.
Cómo sea luego la lluvia, su calidad o cantidad, si cae en vertical o en cursiva, si vacila como el parpadeo del incrédulo o persiste como un resto arqueológico, si se aviene a razones o es desconsiderada, si obra con misericordia o deja charcos de rencor enconado... todo eso es secundario, todos sus adjetivos son irrelevantes, toda su personalidad es anecdótica. Lo nuclear, lo angular, es que hay un momento en la vida sobre el cual, necesariamente, tiene que llover.
Nada me motiva a numerar las páginas de este diario y casi siempre obvio detalles que lo asemejarían a un centro comercial o a un juego de mesa. Es por eso que no sé si aquella noche sin números ni detalles comenzó a llover antes de que ella se marchara o justo cuando cerró con suavidad la puerta, conforme bajaba con lentitud la escalera hasta llegar a la calle, levantar un brazo para llamar a un taxi tan desocupado como un animal saciado y subir a él con los ojos erguidos o supuestos, las manos calmadas y restos de carmín sobre algún gajo del alma.
Yo, desde mi ventana, la vi marchar entre gotas de lluvia que se deslizaban inermes por el cristal con magulladuras, bajo aquel aguacero remisible que embellecía el acerado municipal y difuminaba lo que procuraba atrapar el final lánguido de mi mirada.
Y tuve entonces la certeza inviolable de que aquella historia de amor acababa de terminar.
Se llamaba Helena y su cuerpo tenía forma de mar. Las palabras que nos cruzábamos entre copas o cópulas nunca tuvieron exceso de almíbar ni necesitaron ser buscadas en el fondo de armario de cualquier diccionario. Eran palabras ajenas a los sinónimos, palabras que emergían de su raíz original y mostraban un significado claro y preciso. Como si el idioma entero fuera transparente y nuestros cuerpos desnudos, abiertos y entrelazados no proyectaran sombra alguna sobre él.
No me dijo nada antes de irse. Sólo me miró con cierta ternura y supe que todo concluía como un verso final. Si alguien piensa que existen historias de amor que crecen sobre los campos en barbecho donde descansa todo lo eterno, sencillamente corre el peligro de cometer un error.
Había dejado de amarme, eso es todo.
Con el paso del tiempo, yo también dejé de hacerlo. Dejé de amarme. Apenas si me necesito. Ahora, cuando llueve, salgo a la calle y me doy un paseo sin paraguas por los huecos de mi vida. Llego empapado allí donde mis recuerdos tienen bajo techo a Helena y compruebo que sigue bien, la mar en calma y el horizonte despejado. Hay un momento en la vida sobre el cual, necesariamente, tiene que llover. Se trata de una limpieza. Algo así como volver a hacer el amor con un nombre propio y húmedo, con un adjetivo que ha de estar mojado para que no lo colmen la imaginación o el delirio, conjugando el tiempo verbal que conduce a un orgasmo y renovando la certeza inviolable de que si un complemento circunstancial la trajera de nuevo a mi puerta, la situara aquí mientras fuera continúa la lluvia, rompería con seguridad y violencia la ropa interior de las palabras prohibidas de mi idioma sólo para volverla a amar.
14 comentarios:
Mis queridos habitantes de bloguilandia:
Sólo confío en que este parón bloguero motivado porque estoy escribiendo mucho y muy en serio sirva, acaso una sola vez, para volver a cumplir un sueño.
Un besos enorme para todos.
Bueno...un beso. Que, aunque son muchos los que reparto, debe ir en singular.
Que llueva Juanma, y que se cumplan tus sueños.
PD.El anterior comentario era mío pero con la identidad de mi señor esposo....no era plan, je, je
besazos
Echar de menos con esa intensidad provoca tristeza. Una intenta meter las manos en esas palabras desgarradoras que desgranas como un maestro y siente impotencia porque la soledad que dibujas, la angustia que retratas es tan cierta como «ese paseo sin paraguas por los huecos de mi vida...» magnífica imagen que no podrías haber descrito mejor.
Te echaba en falta... lo sabes.
Escribe, no dejes de hacerlo. Cumple ese sueño. Yo te espero.
Besos miles, amigo Juanma
Un gran abrazo, Juanma, que no hablamos, que no hablamos.
bonita sorpresa, verte aparecer después de tanto tiempo, que gran tio soy que he aguantado estoicamente más de dos meses tu siguiente entrega, y que gran tipo eres que no has perdido nada de tu magnifica esencia. un abrazo
La lluvia en cursiva... creí que no habría una imagen mejor luego, pero ahora ya no sé qué comentar.
Este texto me ha parecido enorme, una barbaridad.
Espero que nos sigas informando de tus escritos en serio. Deseando estoy leerte en serio.
Besos.
Tú, Juanma, estás hecho para esto. Intenta no olvidarlo.
Un beso y mi abrazo.
Leer un texto tuyo, bien vale una larga espera. De verdad.
Y que sirva para que se cumpla tu sueño.
Besos por cuatro.
Recibo mi beso con especial cariño. Porque ya sabes que yo soy de las que te echan de menos cada vez que te desvías por otro camino. Casi tanto como tu prota extraña a Helena, sólo que esta vez no se ha ido, no ha dejado de amarle, está a la vuelta de la esquina.
Besos
Cita
Enorme texto, escritor. Me vuelves a emocionar.
Nos vemos en...La Malcontenta?
Abrazos,
Pues yo creo que siempre has escrito en serio. Creo que tu sueño se verá cumplido. Entretanto, decirte que es una delicia poder leerte en tus intermedios y que esta clase de amor no la limpia ninguna lluvia. Lloverá por siempre hasta que ella llame a la puerta o hasta que él la olvide para siempre.
Un gran abrazo.
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