domingo, 9 de noviembre de 2008

El hilo conductor



A veces, cuando el día firmaba acta de rendición ante las horas que pasan y se imponía el atardecer como el vuelo de un ave tranquila, cuando los sueños con textura dulce de los ciudadanos honrados comenzaban a huir en hora que parecía concertada, libres del rigor de la ley de la gravedad, para conformar una maraña o nebulosa en torno a las luces más débiles de la ciudad, Raúl movía el dial de la memoria por ver si aparecía de nuevo su voz. Ponía tanto empeño que terminaba encendiendo un café solo y cargado y tomando un cigarrillo, trastocando el orden contaminado de las cosas, del pequeño mundo que lo rodeaba hasta cercarlo y parecer fantasmas de todo lo que no logró ser. O quizá ese orden devenía en otro por su propia cuenta, sin que Raúl, empeñado, ensimismado en su búsqueda, ni siquiera acertara a reaccionar. No lo sabía ni le importaba. Se iba acomodando a lo que tenía como si su cuerpo fuera de plastilina, supongo que cualquier psicólogo recién licenciado diagnosticaría enseguida, con seguridad, que ha desarrollado mecanismos de defensa que le ayudan a ir tirando, pero que de poco servirán. Luego, cuando le dijera a ese psicólogo hipotético y joven que no necesitaba nada más, lo miraría con distancia profesional, intentando que no se le notara el desdén o la conmiseración.
De todas las costumbres que conservaba tras tantos años a su lado, esas costumbres que llegaron a fundirse con el color de su piel y hacían que desayunaran juntos o recortaran fotografías en la sobremesa dulce de los domingos, la que mantenía con fidelidad de adolescente enamorado es la de tener encendida la radio durante todo el día. Recordaba con dolor, como si la movilidad compulsiva de la nostalgia le punzara algún nervio, que la mudanza de Adela fue muy sencilla: llegó la mañana de un martes festivo portando un par de cajas con libros y una maleta con ropa sin planchar, enseres de maquillaje y una radio que compró su padre en mil novecientos setenta, justo el día en el cual ella nació. El mismo día, casi el mismo instante, en el que también murió su madre. Esta radio, le dijo a Raúl, es el único objeto de valor que poseo, cuando está encendida parece que vuelvo a oír a mi padre, pidiéndonos que nos callemos para escuchar el boletín. Quedaban raros, muy raros, todas las noches de los viernes de cada semana, justificando siempre ante sus amigos por qué no tenían televisión. Y sí que la tenían, claro que sí, aunque ni siquiera enchufada. Es absurdo, estáis desfasados, les decían entre bromas y veras. Pero Adela y Raúl se buscaban y encontraban en el subrayado de una mirada cómplice que se superponía al azar deshilachado, o al destino riguroso, que los unió una mañana fría de sábado en un mercado callejero de antigüedades, entre la helada y la niebla que atemperaba los ánimos, interesados ambos en una radio de mil novecientos cuarenta y ocho, según aseguraba la palabra sagrada del gitano que la vendía, que conservaba intacta su carcasa y el alma de voces antiguas e impostadas, un gol perfectamente modulado en las narices de la pérfida Albión, radionovelas dramatizadas con oficio y devoción y un negrito que traía canciones alegres del África tropical.
La radio, le contó Adela a Raúl, era un regalo de mi padre a mi madre, que siempre quiso tener una para escucharla mientras cosía. Cuando supieron que ella estaba embarazada de mí, comenzó a ahorrar a escondidas, sin que mi madre, que notaba la falta de alguna calderilla como un goteo, le dijera nada. Nací yo, mi padre fue enseguida a comprar esta radio y cuando volvió al hospital le dijeron que su esposa había fallecido. No pudieron detener la hemorragia que se produjo tras el parto. Mi padre pensó que se quedaba solo en el mundo, con tres hijos que tenían uno diez años, otro siete y otra dos horas. Y con una radio traída por las calles como si portara un cáliz que Adelita, su mujer, nunca llegaría a ver. Así quedó Jacinto en el mundo, desolado y asolado.
La radio reciente, entonces, se convirtió en un asidero durante noches duras y amargas en las que Jacinto, con una mezcla de cansancio, alegría, orgullo y vergüenza, comprobaba que sus hijos aprendían a escribir sin cometer las faltas de ortografía que él sí tenía, siempre trabajando para que sus hijos pudieran estudiar. Por aquella radio supieron que alguien, o algo, llamado “eta” había asesinado al presidente del gobierno, que Franco había muerto, que teníamos un rey, que los comunistas ya eran legales a pesar de que aquel locutor llamado Alejo García apenas si pudo leer la noticia, que los socialistas ganaban las elecciones, que ya estábamos en Europa. El acto de entrada en la Comunidad Económica Europea ya lo vimos por la televisión. Nos regaló una el tío Pedro, el hermano de mi padre. Su mujer, la tita Carmina, fue nuestra tía Tula particular, se encargó de su casa y de la mía al morir mi madre. Si no hubiera sido por ella, no sé cómo nos habríamos apañado. Cuando el tío Pedro entró con la tele por la puerta mi padre no supo cómo reaccionar. Lo único que hizo fue resignarse, supongo, cogió la radio que teníamos encima de una repisa y se la llevó a su dormitorio. Creo que le contaba a mi madre todas las cosas de los programas antes de dormirse sobre su ausencia en la cama. Sí, y sobre la sombra venerada de su recuerdo, con un frío cortante como el filo de una navaja oxidada que ya nunca se pudo quitar. A veces, cuando levantaba la bruma de la soledad permitiendo que las ondas del verbo en tiempo pasado llegaran con cierta nitidez, Raúl encontraba en el dial de su memoria, de su alma como alambique con serpentín obturado, estas palabras de Adela que le sonaban a bolero dulce o tango desgarrado, según los momentos o la sombra que proyectara su soledad.
Son las nueve de la tarde de un jueves cualquiera. Raúl, mientras prepara la cena, oye de fondo la sintonía de un programa deportivo. Bueno, a lo mejor este año sí que hacemos algo en la Eurocopa, piensa en lo que da la vuelta a una tortilla de patatas y escucha las declaraciones desabridas, casi desganadas, del seleccionador nacional. Tendrá la mesa lista justo para el informativo y la tertulia política. Las próximas elecciones generales, poco a poco, comienzan a calentar el ambientillo. Adela y él no compartían las mismas opiniones, votaban a partidos distintos, irreconciliables, y luego aprovechaban la jornada electoral para tomar una cerveza y un pincho en el bar de Manolo, quien presumía ese día, ante toda la clientela, de su sangre anarquista, de que jamás había caído en el engaño de ir a votar. Cada cuatro años llaman al rebaño, proclamaba Manolo cuando ya tenía encima algún aguardiente de más. Una vez, Raúl cree recordar que fue la tarde de un miércoles, Adela llamó a la radio para contar cómo hacía su marido la tortilla de patatas, tenían el volumen del receptor (así lo llamó la locutora, pidiéndoles que lo bajaran) tan alto que el teléfono se acoplaba, pero aquella receta simple que consistía en haber conseguido la medida exacta de huevo, patata, cebolla y un punto de miga de pan, les hizo ganar, tras sorteo en directo, un fin de semana en un Parador Nacional. A Cáceres, se fueron.
Bueno, esto ya está, te hubiera gustado esta tortilla, Adela, la he perfeccionado. ¿Recuerdas que quedaba algo compacta? Sí, cómo me reí cuando me dijiste eso: compacta. En fin, ya he logrado que quede menos hecha por dentro, como a ti te gustaba. Raúl deja templar la tortilla, va hacia el comedor, abre el cajón del mueble donde guarda los cubiertos. Pone sobre la mesa dos salvamanteles, dos tenedores, un vaso para el agua y una copa para el vino, un cuchillo para cortar y servir. Sube el volumen de la radio, mueve el dial para sintonizar con claridad. Va a la cocina y vuelve con la tortilla y un par de yogures de chocolate. Se sientan a comer, se miran y sonríen. Raúl se vuelve a levantar, se le han olvidado las servilletas. La pequeña ha dejado sobre el sofá una caja con rotuladores y un bloc de dibujo. Dentro de unos días será su cumpleaños, seis añitos ya. Mira a Raúl de reojo mientras comienza a comer su plato favorito: la tortilla de patatas que hace su padre. Tiene los ojos tan azules como Adela, repite sin saberlo los mismos gestos de su madre, a quien sólo conoce por fotografías y algún vídeo tomado en vacaciones, se ríe mucho con uno que grabaron en un sitio que su padre le dice que es una ciudad llamada Cáceres. Le tiene prometido que algún día irán.
Terminan de cenar. La pequeña Adela ha rebañado el yogur de chocolate, que es el sabor que más le gusta, y vuelve al sofá, a sus dibujos, a su mundo colmado de color. Raúl quita la mesa y sale al balcón. Enciende un cigarrillo y procura no pensar, no quiere que sus recuerdos pasen frío en esta noche cerrada que ya se ha extendido por los tejados antiguos y algún campanario aislado de la ciudad. Termina de fumar. Vuelve y se sienta junto a su hija. Los tertulianos debaten a favor y en contra del sistema educativo. Al rato, Adela mira a su padre, Papi, ¿puedo acostarme contigo esta noche? Me gusta dormirme mientras escuchamos la radio.

10 comentarios:

Juan Duque Oliva dijo...

Otra lección completa de sensibilidad y amor al dial.

Fantástica manera de empezar un domingo.

Gracias por el regalo Juanma.

María_azahar dijo...

Pues otro blog al que llego a través del mágico mundo de la radio.

Te enlazo y sigo, me ha gustado mucho este sitio.

Un saludo.

sevillana dijo...

Preciosa entrada Juanma sobre la radio, esa que siempre está ahí, que no nos abandona, ni de día ni de noche.
Besitos

Julio dijo...

Me parece una historia preciosa. Los que vivimos la edad de plata de la radio conservamos en la memoria pequeños retazos de actividad familiar común en torno a la "galena". Leyendo tu relato he recordado efectivamente las tardes de recortes de fotos que luego se ponían bajo el cristal de la mesa camilla, y una curiosa actividad de ocio que consistía en pegar vitolas de puros para forrar garrafones de vino de vidrio verde: ah, aquellos tiempos que percibíamos como gastados y ahora nos llenan de felicidad...

Antonia J Corrales dijo...

Súper emotivo. Lo cierto es que la radio es el medio de comunicación por antonomasia.
Me ha encantado.
Pásate por mi blog. Te gustará el último texto," La esencia de uno mismo" tiene su aquél y es una respuesta a muchas preguntas :)
Besos

el aguaó dijo...

Amigo Juanma, me he puesto al día después de mucho. Voacé sabe porqué no me he perdido antes entre tus Olvidos y Recuerdos.

Pero hoy, que tenía tiempo, me he puesto al día con lo atrasado y he rematado con esta soberbia entrada que me he puesto los vellos de punta y me ha encogido el corazón. Impresionante. Sólo me queda felicitarte y darte la enhorabuena.

Un abrazo fortísimo.

Té ツ dijo...

Es un homenaje impecable a la radio, un relato perfecto. Casi no tengo palabras.

¿No has pensado en presentar este tipo de cosas a concurso?

Llegarías lejos, sin duda.

Juan Antonio González Romano dijo...

Maravilloso, Juanma, maravilloso. De vellos de punta. Yo, que tanto amo la radio, que no puedo hacer mis tortillas de patatas sin escucharla (lo primero que hago cuando voy de vacaciones a un apartamento alquilado es poner la radio en la cocina, que no falte), yo que viví tardes de radionovelas con mi abuela y "partes" con mi abuelo, me he emocionado con la lectura de este relato. Enhorabuena.

Anónimo dijo...

Fabuloso, Juanma. Emotivo, pleno.

Antonio dijo...

Dormir escuchando la radio. Cuánta sabiduría.
Merecería ser leída por la radio.

saludos
Antonio