jueves, 13 de noviembre de 2008

Cinco minutos



El tiempo deambula indeciso entre la bohemia y la puntualidad. El tiempo cansado, sin ganas de decidir, quizá herido, se sienta en un banco viejo de madera ya destartalada sobre la que aún se pueden adivinar algunos nombres y algunas fechas, el trazo firme y bien apuntalado de los soldados de pueblo y reemplazo junto a ése otro, trémulo y soñador, de quienes principian en el amor a bordo de la creencia en los finales felices. El amor inocente escrito en los viejos bancos de la estación de tren abandonada, donde queda el tiempo en tiempo pasado y poco más, un bullicio apagado de antaño y el eco lejano de un tren que se acerca y va dejando, sobre el tiempo del hombre, toda la espera del mundo…
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Pero se puede saber dónde te has metido, ya estás como la semana pasada, que de nada sirvieron los cinco minutos de tregua que te concedí. No puedo darte más tiempo, entiéndelo, es mi trabajo, tengo una responsabilidad. Lo hice el lunes pasado y lo haré nuevamente hoy si es necesario, que así será al paso que vas, pero no puedo darte esos cinco minutos cada lunes, no debes confiarte porque, tarde o temprano, alguien protestará, la gente no quiere entender nada, y a mí me pedirán explicaciones, y tendré que darlas, y no sé qué excusas inventar. Además, llevo con honra que no sé mentir, siempre se me nota de alguna manera que no tengo modo de remediar, a veces me sudan las manos y necesito sacar mi pañuelo para secarlas, otras veces soy incapaz de mantener la mirada o me da por gesticular con exageración, no sé, el caso es que cada vez que intento mentir uso palabras que, nada más pronunciarlas, parece que se ríen de mí, me ridiculizan, me desnudan. Y tengo una edad, lo tienes que entender, no quiero presentarme en el despacho de mi superior como si fuera un niño llamado a la jefatura de estudios por alguna gamberrada. Por favor, no me hagas pasar por ahí. Mira, acaba de dar un paso más el minutero del reloj, ya son las ocho y once. Cuatro minutos quedan, pero bueno, da igual, ya te he dicho que hoy, por segunda y última vez, te daré cinco minutos de… ¿cómo se dice?...ah, sí, cortesía. Cinco minutos de cortesía, como si te estuviera esperando para una reunión y el maldito tráfico de los lunes provocara tu retraso. ¿Ves? Ni yo mismo sé mentirme, cómo lo voy a hacer con los demás. La intensidad del tráfico que hay en el pueblo da más risa que estrés, no merece ni una estadística mísera, ni un punto humilde de atención. Y, en cualquier caso, yo sé que vienes andando, cargando con esa maleta pequeña en la que imagino que siempre llevarás lo mismo, lo justo para la semana. Por cierto, ¿cuándo regresas?, ¿los viernes por la tarde o los sábados por la mañana? En alguna ocasión he tenido la tentación de darme una vuelta para comprobarlo, pero no guardo buena relación con el compañero que trabaja los fines de semana y ni siquiera tendría el pretexto de acercarme para saludarlo, preguntar por la familia y cosas así. Ya sabes, sea como sea, incapacidad patológica para la mentira o la invención. Mejor así, no quiero levantar sospechas en el pueblo, ya tengo bastante con rondar los cuarenta y aún vivir solo, vete tú a saber qué dirán de mí. ¿Qué dices? ¿Cómo sé que vienes andando? ¿No me has visto nunca en la puerta de la estación? Casi todos los lunes salgo a la puerta de la calle, le digo a Jaime, sí, el chico de la ventanilla, que voy a encender un pitillo y fumar mientras tomo el fresco de la mañana, pero sólo lo hago para verte llegar. Por eso sé que vienes andando, doblas la esquina a las ocho en punto y tardas menos de un minuto en llegar a mi altura. Yo te miro de reojo y cuelgo el pitillo en la comisura de mis labios, intento encontrar un gesto que dé la imagen de que soy un tipo legal, un hombre experimentado, versado en mundología y contratiempos y que, aun así, no tiene encallecido el corazón. No sé, algo que me deje a medias entre Bogart y Cary Grant. Las ocho y doce minutos, maldita sea mi estampa, no sé qué puedo improvisar, me haré el despistado o me pondré a revisar la orden de marcha, ya veré. Luego entras en la cantina y pides un café solo que tomas sin azúcar, me hace gracia verte, algunas mañanas llegas todavía con cara de dormida y, me parece, con algo de mal humor, ¿no te gusta madrugar?, a mí sí, me sienta bien, estoy acostumbrado y lo hago incluso cuando no tengo que trabajar. No, no es que me levante a las cinco de la madrugada en mis días de descanso, como lo tengo que hacer cuando voy a la estación, pero sí que despierto sobre las siete y casi salto de la cama, sin pararme a remolonear bajo el calor que guardan las mantas. No sé, supongo que sería distinto si tú estuvieras a mi lado, entonces no me importaría dejar la cama tarde esperando que tú abrieras los ojos. Pero claro, es que en ese caso, si tú estuvieras conmigo, dejaría de importarme absolutamente todo lo demás. Estaría dispuesto a modificar todos mis hábitos para adaptarlos a los tuyos. Y no creas que esto que te digo es baladí, tengo que reconocer que me he convertido en un hombre algo maniático, excesivamente meticuloso con el orden o la limpieza, por ponerte un ejemplo. Dicen que eso, tarde o temprano, nos pasa a todos los que vivimos solos. A mí no me importa, vivir solo te digo, no me pesa la soledad, me llevo bien con ella, no me dan miedo los fantasmas ni pienso que alguien ha entrado furtivamente de madrugada cuando oigo crujir la madera. ¿Cómo? No, je, je, je, no soy ningún valiente, ay, disculpa que me haya reído, no me lo tomes a mal, es que la valentía no es, por así decirlo, una de mis virtudes. Te diré un secreto, no tengo secretos para ti: me da miedo casi todo lo que se mueve, cualquier ser vivo que exista entre un grillo y el asiento en la consulta de un odontólogo. Por eso me reí cuando me has puesto casi a la altura de un héroe. Si no tengo miedo a estar solo en mi casa sólo es porque también me he acostumbrado a eso. Me he aficionado a la radio y la tengo siempre encendida, apenas si veo la televisión, sólo alguna película y el fútbol, que me gusta mucho porque me aficionó mi padre, que fue jugador de regional. Las ocho y trece. Uno de los primeros recuerdos que tengo de mi infancia es el de ir al fútbol con mi madre y mi hermana a ver jugar a mi padre. No imaginas las patadas que se daban. A mi padre le partieron la tibia y el peroné y ya no pudo jugar más. Nunca llegaron a sellar bien aquellos huesos. Lo pasamos mal, ¿sabes?, a mi padre le dio por beber y, durante dos o tres años, solía llegar a casa que no se tenía en pie. A nosotros nos daba miedo verlo así, ya te digo que nunca fui valiente, tambaleándose y quedándose dormido sobre la mesa sin ni siquiera cenar. Lo teníamos que llevar a la cama entre los tres, no veas cómo pesaba, y luego mi madre, casi llorando, nos decía a mi hermana y a mí que saliéramos de la habitación, que le iba a quitar la ropa. No, por supuesto que nunca nos puso la mano encima, mi padre era un hombre de gran corazón, nada violento, jamás se peleó con nadie. Lo único que pasaba es que había perdido la ilusión, el fútbol era para él media vida, los trabajos que encontraba estaban mal pagados y, además, apenas si le duraban unas semanas. Casi todo lo que ganaba se quedaba en el camino, en la taberna de Antoñito “el legionario”, que también tiene una historia que… bueno, para qué te voy a contar la historia de Antoñito. Ya lo haré en otro momento. El caso es que, un buen día, nos cambió la suerte. A veces deja los dedos señalados, pero ya sabes que Dios aprieta sin llegar a ahogar. El tío Julián, un hermano ferroviario de mi madre, llegó una mañana a casa para hablar con mi padre. Aunque ya era mediodía, mi padre todavía estaba en la cama durmiendo la mala curda que la noche anterior le había dado el vino peleón que ponía el legionario, que ni era legionario ni nunca hizo el servicio militar, pero ésa es otra historia. Mientras mi padre se echaba agua fría de una palangana, mi tío le dijo que Jacinto, el mozo de equipajes de la estación, estaba para jubilarse y que él podría hacer que mi padre, su cuñado, cogiera ese puesto si le interesaba. Pero deja ya la bebida, Mauricio, coño, estás arruinando tu vida, la de mi hermana y la de mis sobrinos, terminó de hablar mi tío mientras apuraba un café que no sé de dónde había sacado mi madre. Las ocho y catorce. ¿Pero se puede saber qué te pasa? Si ya estamos todos los de los lunes: ese señor mayor que siempre viene con el mismo traje y con un maletín, Carmen la pilonga vendiendo sus castañas en el tren, Josefa, que es profesora de Latín en algún pueblo de por aquí que no sé cuál, y ese chico joven, que siempre va despeinado y que no me cae nada bien. No, no me ha pasado nada con él, incluso me parece un chico muy educado, a veces hemos mantenido alguna conversación pequeña sobre el tiempo o sobre los trenes. Es que me parece que te gusta y, claro, como su edad y la tuya son más cercanas que la tuya y la mía, lo veo como la competencia. En fin, no me hagas mucho caso. Aunque tengo fama de reservado, de tímido y poco hablador, estoy todo el día contándome cosas. Es ridículo, lo sé, pero te aseguro que lo necesito para no volverme loco. Como se estaba volviendo mi padre, loco, por la maldita bebida. Pero, fíjate las cosas, aceptó aquel trabajo que le propuso el tío Julián y al poco nos dimos cuenta de que había dejado de beber. Jamás volvió a probar una gota de alcohol. Bueno, te miento, lo hizo el día en que murió. Así, como suena. Una mañana se levantó y le pidió a mi madre que se acercara a la tienda de Marcelo por una botella de vino. Mi madre lo miró extrañada, ya habían quedado muy atrás aquellos años tan duros, pero bajó y la trajo. Mi padre bebió dos vasos: el primero de un solo trago, como si hubiera estado esperando con ansiedad ese momento; el segundo lo tomó pausadamente, mientras charlaba con nosotros con animación. Una hora más tarde murió por causa de un infarto fulminante. Yo no creo en nada de eso de la parapsicología, de verdad, pero mi padre supo que ese día iba a morir, a lo mejor incluso calculó la hora. No sé, prefiero no pensarlo. Mi padre cambió su pasión por el fútbol por la pasión por los trenes. Por el tren, que él siempre lo decía en singular. Nos hablaba del funcionamiento de las máquinas, de cambios de vía, de catenarias, del puesto de mando. Quince años después de que comenzara a trabajar como mozo de equipajes, llegó a ser el Jefe de Estación. Igual que yo. Bueno, yo igual que él. Me llamo Mauricio, Jefe de Estación que ahora, a las ocho y quince, debería levantar su banderín y dar un pitido que pusiera en marcha este tren en el que no estás. Van a protestar, lo sé, la gente es muy impaciente. ¿Estás enferma? ¿Te has mudado a la ciudad para no tener tanto trajín de trenes y viajes? Hay doscientos cuarenta y dos kilómetros de línea ferroviaria entre nuestro pueblo y la ciudad que es tu destino. “Eso que en los medios de transporte también se llamaba destino”, ¿te gusta la frase? Es de un relato de Julio Cortázar. No recuerdo el título, luego lo busco en casa y te lo digo. Paso muchas horas escuchando la radio y, al mismo tiempo, leyendo. Tengo tanta práctica que he conseguido concentrarme en lo uno o en lo otro sin dificultad. A ese chico despeinado que a lo mejor te atrae, también le debe gustar leer. Siempre lleva un libro en la mano. Una vez pude ver que estaba leyendo “Mortal y rosa”, de D. Francisco Umbral. Si no me parece mal chico, ya te digo. ¿A que termino siendo padrino de vuestra boda? Acaba de venir a mi memoria el título de ese cuento de Cortázar: “Manuscrito hallado en un bolsillo”. Sí, leo mucho y cuando más me gusta hacerlo es en la cama, antes de dormir, porque luego me da buenos sueños. A veces sueño que tú y yo viajamos juntos en un tren nocturno, sentados mientras nos adormece el ritmo articulado del tren que siempre imagino cruzando el país como si uniera puntos en un mapa escolar. Eres muy joven, no sé si recuerdas aquellos mapas de plástico con los que estudiábamos: de los montes, de los ríos, de las capitales de provincia. Pues sobre uno de esos mapas circula nuestro tren. Hay otros pasajeros que miran cómo dejas tu cabeza sobre mi hombro y yo, cuando veo que has encontrado una buena postura y te has acomodado, ya no me muevo durante todo el viaje. Nos miran algo indiferentes o algo tristes, no lo sé, el sueño no me da para tanto porque se centra en ti, en las estaciones por las que vamos pasando, donde para el tren como si fuera un animal viejo que necesita descansar. Las ocho y dieciséis, un minuto de retraso. Le acabo de hacer un gesto de espera al maquinista, que mira como interrogándome. Pareces notar que el tren está parado porque siempre te mueves, casi despiertas, pero yo te acaricio el pelo y vuelves a tranquilizarte, a dormir confiada en mis brazos mientras retoma la marcha el tren hacia ese lugar cuyo nombre, cosas de la polisemia, coincide con el que une nuestras vidas en mi sueño: destino. Aunque le costó años claudicar, Antoñito, el de la taberna, al fin reconoció que si las cosas salieron como salieron sólo fue porque su destino no era la legión. Supongo que esa autoconfesión llegó a ser para él como una liberación. Cuando su amigo Servando, amigos desde pequeños, que sí tenía auténtica vocación militar, le dijo que había decidido alistarse al tercio de Melilla, Antoñito no lo dudó ni un solo instante y le dijo “qué cojones, me voy contigo”. Justo una semana antes del día en el cual tenían previsto partir, murió el padre de Antoñito, que se tuvo que quedar en el pueblo como cabeza de familia, a su cargo. No sé a quién se lo pudo contar ni quién se fue de la lengua, pero el caso es que, con el tiempo, se supo en el pueblo que a Antoñito le gustaban los hombres y que, por encima de todos, el hombre que más le gustaba era Servando. Ahí donde lo ves, ese mote de “el legionario” es muy cruel. Pero tú sigue durmiendo, cariño, quédate dentro de mi sueño porque ahí no te llegará la crueldad del mundo. Este tren en el que viajamos tantas noches está, cómo decírtelo, inmunizado. Es un tren puntual y debes reconocer que me ha quedado elegante, un poco Orient Express, ¿no te parece? Duerme, amor mío, yo velaré este sueño tuyo dentro del mío, ya te despertaré cuando lleguemos a ese lugar que en el billete que le he comprado a Jaime, sólo de ida, también se llama destino. ¿Nunca te has preguntado qué enigma vincula los sueños con lo soñado? El lunes pasado, por ejemplo, amaneció con tanta niebla que incluso llegué a pensar que por eso no te había visto, no se distinguía nada a dos metros de distancia y tuve que estar muy concentrado en mi trabajo. Las ocho y diecisiete. Da igual, que esperen, ¿no soy el Jefe de Estación?, pues el tren saldrá cuando yo dé la orden y aquí paz y después gloria. Además, nadie se muere por amor ni por esperar. Aunque Antoñito el legionario, la verdad, bien que estuvo a punto. Lo que no podía pasar por su cabeza, mientras le daba un abrazo de despedida a pie de tren, era que ésa sería la última vez que vería a Servando. A los dos meses de su partida, durante unas maniobras, fue herido de muerte por una bala perdida. Tres días duró su agonía. Cuando se supo en el pueblo, ya había muerto. No había más que hacer que esperar la llegada de su cuerpo para darle sepultura. No somos nadie. ¿No has visto nunca su nombre escrito en el banco que hay justo al lado de la puerta de la cantina? Lo digo porque a veces te sientas allí y me doy cuenta de que te pones a mirar. Mi padre me contó que lo talló Antoñito, que él lo vio y que ésa fue la única vez que no le llamó la atención a alguien por dañar la madera. Pero, por favor, perdóname, cuando no ando por las nubes lo hago por las ramas. Te decía que el lunes pasado amaneció con niebla. Pues bien, esa misma noche soñé que nuestro tren circulaba a través de una niebla muy densa, no sé, parecía que tenía consistencia de vegetal y el tren tenía que transitar con lentitud, embestir a la niebla que, en cada pueblo que parábamos, mientras tú dormías, daba a los tejados y campanarios una envoltura de caramelo, una pátina como placenta que los cobijara del mal o una maraña conformada por otros sueños que abandonaron el calor del lecho en el seno de familias honradas y que, al toparse con el mío, con mi sueño fabricado sólo para que tú seas feliz, huían asustados, quebradizos o frágiles como una hoja seca, tristes como la espera desencantada de una carta que jamás va a llegar. No sé cuál es el enigma que vincula los sueños con lo soñado, eso quedará para los psicólogos o los psiquiatras. Lo que sí sé es que, últimamente, desde hace unos días, tengo miedo a dormir. Todavía no ha sucedido, pero temo que entre por la ventana, sigiloso y furtivo, sin que yo lo haya convocado, el sueño en el cual tú no estarás y yo sí, viajando solo y sin azúcar, como el café que tomas en la cantina de la estación. Las ocho y dieciocho. Quedan dos minutos para dar la orden de salida. Lo que no queda, no me queda, es la esperanza de verte aparecer. Mal asunto si resulta verdad eso de que la esperanza es lo último que se pierde. ¿Lo estoy perdiendo todo? ¿Lo he perdido ya? ¿Tuve algo alguna vez? ¿Se puede perder aquello que nunca se ha tenido? Malditas preguntas, no las puedo evitar, se agolpan en mi cabeza y me impiden ver tu imagen o pensar en ti con tranquilidad. ¿En qué me convierte no tener esperanzas? ¿En un hombre desesperanzado? Quizá me hago mayor, el mes que viene cumpliré cuarenta años y dicen que se pasa por una crisis. Yo pienso que todo eso no son más que tonterías, te lo digo con franqueza, pero el caso es que he notado que algunos verbos, cuando los conjugo, tropiezan. Tengo que tener cuidado con eso, hace unos meses me hice una analítica y me detectaron niveles bajos de calcio. No quiero ni pensar que algún tiempo verbal, en la caída, se rompa la tibia y el peroné, ya he pasado por ahí. ¿Has visto? Ya vuelvo a divagar. Últimamente leo algo de Filosofía y me salen estos pensamientos de andar por casa, como de filosofillo en zapatillas y sin peinar. No es que yo sea la alegría de la huerta, lo reconozco, pero no verte me convierte en un hombre triste y desganado. Cada mañana, antes de salir de casa, tengo que hacer un esfuerzo para afeitarme. Uno de los consejos que me dio padre fue que un Jefe de Estación siempre debe hacerse respetar y que, lo primero de todo, era presentar una imagen aseada. Yo lo llevo a rajatabla, aunque desde hace unos días me cuesta trabajo. Desde que no te veo, hace hoy una semana, justo el principio, en el mejor de los casos, de la segunda. El tren de mis sueños, nuestro tren, está inmunizado contra la crueldad que encala las paredes del mundo, pero se ve que las esperanzas tienen vida propia, son libres e independientes como Ideas platónicas y el cierre hermético del tren no puede impedir que se vayan, que vuelen buscando otros cuerpos y otros corazones. Las ocho y diecinueve minutos exactos. Dentro de sesenta segundos daré la orden de salida y el tren marchará sin ti. La vida, mi vida, se parecerá mucho a eso que transcurre durante toda la semana, hasta que llegue el lunes que viene y, quizá entonces, te vuelva a ver. A lo mejor busco algún pretexto de esos que me salen tan pobres para acercarme y preguntarte qué te ha pasado. Si ves que me seco las manos, que desvío la mirada o gesticulo con exageración, no me hagas mucho caso, son cosas que me pasan cuando intento mentir u ocultar la verdad. ¿Qué verdad? Que me enamoré de ti como un adolescente y parece que no tiene remedio, que me gusta verte aparecer por la estación, que sueño contigo y vamos en un tren que nos lleva a un destino común, que tengo ordenado a Juan Andrés, el chico de la cantina, que cuando te vea aparecer lo deje todo para atenderte, que me gustaría saber tu nombre para tallarlo, junto al de Servando, en el banco de la estación donde tú te sientas a esperar.
Son las ocho y veinte minutos exactos.
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Hace años que la estación está cerrada. El tiempo, allí, deambula indeciso entre la bohemia y la puntualidad, tiene un aire nostálgico, como de bolero encontrado de repente en el dial de la radio. Mauricio, de vez en cuando, se da una vuelta por la vieja estación en la que ocupó la Jefatura. No ha olvidado a aquella chica que no volvió a aparecer, ni los lunes ni ningún otro día, y de la que nunca pudo conocer su nombre para escribirlo, a bordo de la creencia en los finales felices por parte de quienes principian en el amor, en el banco que quedaba al lado de la cantina. Han pasado muchos años y ya camina algo encorvado, quizá pesen demasiado el tiempo en tiempo pasado, el bullicio ya apagado de antaño o el eco lejano de un tren que primero se acercaba y, cinco minutos más tarde, se iba alejando dejando sobre el tiempo del hombre, sobre Mauricio y su tiempo, toda la espera del mundo.

7 comentarios:

Juan Duque Oliva dijo...

Esos malditos y maravillosos amores que nunca declararemos...

Cuantas Penélopes hay en el mundo.

Me ha encantado Juanma. Me voy a donde el Antoñito a tomarme un café.

Juan Antonio González Romano dijo...

Como diría Neruda, es tan corto el amor y tan largo el olvido...

Marisa Peña dijo...

Qué bueno Juanma. Gracias por pasarte por mis versos y permitir que te conociera. Tus textos son un tesoro. He disfrutado leyéndolos. Volveré. Un abrazo
PD."El tiempo cansado, herido, sin ganas de decidir", y ese bolero encontrado en un dial..." Me encanta.

Juanma dijo...

Gracias, querido proje y Marisa.
Dile a Antoñito que vas de mi parte, querido Juan...ya te vale.
Un abrazo a todos.

Juanma dijo...

Fe de erratas: "querido profe"

Anónimo dijo...

Se puede perder aquello que nunca se ha tenido. Es un relato precioso que agradezco hayas compartido. La cercanía de estas palabras duele y al mismo tiempo es hermosa.

radioblogueros dijo...

Cuando puedas dime tu dirección en alitrujillo@gmail.com