
A cien metros de un barrio residencial, ante los ojos de Dios, bajo un sol pobre a punto de caducar, cabe el cementerio donde habitan sus antepasados, con la piel morena de quienes vivieron ocultos, contra la mirada de quienes volvemos la cara, de familias imposibles, desde cualquier país del mundo, en el extrarradio de la ciudad astuta, entre ratas negras que aprendieron hebreo, hacia la nada miserable y rota, hasta que los siglos concluyan, para vergüenza de quienes nos preocupamos por el diseño y la modernidad, por los rincones clandestinos del edén, según van desaguando las aguas fecales de los barrios altos, sin que tengan respuestas ni puedan preguntar, so pretexto de mezquindades inmobiliarias, sobre una tierra árida que han rodeado las vías de alta velocidad, tras constatar que subrayan la palabra “progreso”.
Allí, en el arrabal de chabolas tristes y cansadas, vive José, gitano viejo, sabio y patriarca. Cada mañana se levanta a la seis en punto, enciende un cigarro en la cama, se viste con cuidado de no despertar a su mujer, Angustias. Abrigo grueso de paño desgastado, mascota color gris desconsolado, bastón recio, madera de olivo antiguo, botas para poder caminar durante siete leguas, siete vidas, siete lunas, siete promesas cumplidas que hizo a la medalla de su Virgen del Rosario. Coge la garrafa vacía y se dirige hacia la fuente que hay en la entrada del cementerio. Antes de llenarla con el agua de la que bebe el ciprés, donde se diluye el alma, cumple con el ritual de visitar el lecho sagrado de sus padres y de un hijo que se le murió hace tres años. Con la heroína vino también el SIDA, dijeron los médicos. ¿Quién se atreve a defender que la muerte nos mide por igual?, contestó el gitano herido.
Regresa después con la garrafa llena de agua fría y limpia. Entra en el poblado, con sus ojos verdes otea la amanecida. En su casa de uralita y cartón le espera su nieto Juan Diego, como el padre que murió. Todos los días, el niño de ojos verdes y alegres se lava la cara con el agua de la fuente. Después, su abuelo lo acompaña al colegio.
Allí, en el arrabal de chabolas tristes y cansadas, vive José, gitano viejo, sabio y patriarca. Cada mañana se levanta a la seis en punto, enciende un cigarro en la cama, se viste con cuidado de no despertar a su mujer, Angustias. Abrigo grueso de paño desgastado, mascota color gris desconsolado, bastón recio, madera de olivo antiguo, botas para poder caminar durante siete leguas, siete vidas, siete lunas, siete promesas cumplidas que hizo a la medalla de su Virgen del Rosario. Coge la garrafa vacía y se dirige hacia la fuente que hay en la entrada del cementerio. Antes de llenarla con el agua de la que bebe el ciprés, donde se diluye el alma, cumple con el ritual de visitar el lecho sagrado de sus padres y de un hijo que se le murió hace tres años. Con la heroína vino también el SIDA, dijeron los médicos. ¿Quién se atreve a defender que la muerte nos mide por igual?, contestó el gitano herido.
Regresa después con la garrafa llena de agua fría y limpia. Entra en el poblado, con sus ojos verdes otea la amanecida. En su casa de uralita y cartón le espera su nieto Juan Diego, como el padre que murió. Todos los días, el niño de ojos verdes y alegres se lava la cara con el agua de la fuente. Después, su abuelo lo acompaña al colegio.