domingo, 29 de mayo de 2011

Diario de madrugada




Puse mis manos abiertas sobre sus labios cerrados y, con ello, di por clausurada aquella noche. Tras pactar armisticio con un fantasma que tengo por psicoanalista, abrí silenciosamente las páginas amuralladas de este diario y me puse a escribir mientras ella dormía. Invoqué entonces a las palabras más amables que soy capaz de usar y miré su cuerpo desnudo, levemente tapado o cubierto por la misma ropa de cama que habíamos descartado hacía sólo unos minutos, entregada a los sueños, con las piernas a medio abrir o medio cerrar, con las manos vacías y dejando ir las últimas huellas de la erección que habían retenido, mi erección entrando en su cuerpo que la recibía.

El silencio de la madrugada era un aliado, un perro fiel que dormitaba, una butaca vacía en primera fila del teatro de la noche. Ella se llamaba Irina y yo, una vez más, intentaba olvidar mi nombre. Nos habíamos amado como si nuestros cuerpos fueran dos ríos navegables, aquellos ríos en los que Heráclito no fue capaz de bañarse por segunda vez. Tanta filosofía para eso, para nada, para un baño imposible. Yo me sumergí en las aguas de Irina durante varias horas porque su cuerpo amante era una inundación inevitable, una invitación al submarinismo, una caída tan libre como deslizante. Nos habíamos amado aquella noche como si hubiera sido una misión, cabalgando sobre deseos que habían esperado demasiado tiempo entre bambalinas, aminorando la cadencia de los besos para que fueran quedos y acelerando el ritmo de caricias que no estaban marcadas.

Fuimos aquella noche dos sexos descubiertos, un par de cuerpos desnudos que se tocaban, fuimos piel electrizada, fornicación en medio de la selva y pátina de ternura en la mirada. Fuimos los amigos de años que decidieron descartar los dictados del catecismo y obviar la educación recibida y mezclada con la leche materna, con la papilla infante, con el gel de baño.

Fuimos lo que quisimos ser.

Recuerdo que Irina gimió con gravedad durante un orgasmo que fue alcalino, tan inacabable que permitió y esperó la llegada del mío sin urgencias, sin necesidad perentoria y sí detenido, pausado, casi con calma. Yo pensé entonces que de la decisión primaria entre ambos, echar un polvo amigo y animal, habíamos desembocado en un mar llamado hacer el amor.

Y se quedó dormida Irina. Y abrí las páginas amuralladas de este diario para que se impregnaran de su olor más húmedo. Y me puse a escribir esperando que despertara. Y al cabo despertó en unos minutos. Y nos bañamos un par de veces más en el mismo río. Y que le den a Heráclito y a todo el pensamiento de la filosofía occidental.

Y eché el telón.

Y cerré el diario.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

La primavera no tiene remedio, altera a todos incluso a ti, el único que se salva es el perro, que bien lo haces, hasta yo veia a irina en mi cama, pero la mujer me dijo: dejame que quiero dormir y me despertó. un abrazo

Dyhego dijo...

Se te ha olvidado poner los rombos...
Salu2.

Navegante dijo...

Impecable mi querido amigo español.
Copiando tu estilo remarco aquello que me llegó, eso de haber amado como si los cuerpos fueran dos ríos navegables, sobre todo porque a la misma idea la usaste para darle redondez más adelante.
Un lujazo leerte, como siempre, con toda esa mezcla de realidad y metáfora tan abundantemente efectiva que te caracteriza.
Un abrazo desde ultramar, siempre.